La boda
Esta boda tan brillante, que ha llenado los informativos de todas las cadenas televisivas, me recuerda un lienzo de Goya en el contexto de la crítica ilustrada a los matrimonios de conveniencia
El derecho a discrepar
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Si uno se entretuviera en repasar la lista de los 500 invitados de la reciente boda en la que, tras casi un año de «intenso romance», decidieron dar el sí el alcalde de Madrid, Luis Martínez-Almeida, y Teresa Urquijo, nieta de la princesa Teresa de Borbón-Dos Sicilias y Borbón-Palma, se encontraría con la relación de una porción importante de las familias que han constituido las élites político-económicas de este país desde hace casi dos siglos. Son las mismas que dirigieron el destino de España, tanto en los periodos autoritarios como en los democráticos, y a las que siempre unió el profundo desprecio que sintieron por la gente llana, incluidos los votantes que los auparon al poder en las elecciones generales y autonómicas. Una época caracterizada, entre otros ismos, por el amiguismo, el clientelismo y el nepotismo.
Bajo un glamuroso halo de romanticismo, acompañó a los novios un nutrido cortejo de empresarios, banqueros, abogados de prestigiosos bufetes, deportistas, modistos/as, chefs de moda, aristócratas, expresidentes, expresidentas (alguna de ellas con un florero en la cabeza), exalcaldesas y famosos en general, todos bronceados, con aire deportivo y muy elegantes, como si rivalizaran a ver quién de todos ellos era el más cool (destaquemos a la señora Ayuso, con un vestido Victoria, la firma de Vicky Martín Berrocal). El cortejo nupcial estaba reproduciendo, mutatis mutandis, un fenómeno que se remonta al siglo XIX, en un momento en el que una burguesía boyante buscaba emparentar con las familias de rancio abolengo. El matrimonio no podía resultar más ventajoso y conveniente para ambas partes: se trataba de unir a esos industriales y comerciantes, cada vez más enriquecidos pero incultos y poco distinguidos, con aristócratas de elegante porte y exquisita educación, pero empobrecidos. Existe una conocida novela, El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que refleja magníficamente esta situación. El asunto no era de poca monta y resultaba siempre delicado, pues había que sopesar las ventajas de entroncar con ésta o aquélla familia, la cual no tenía otro mérito que el de ostentar un título nobiliario. Éste, no obstante, se podía fabricar, y así se hizo, con generosidad. El abuelo de nuestro rey emérito, presente (el padre del actual rey) en la boda con sus hijas y algunos de sus nietos, entre los cuales siempre hay que mencionar aparte al inclasificable Froilán, no escatimó a la hora de crear nuevos títulos. Durante el reinado de Alfonso XIII, entre 1886 y 1931, el espléndido rey creó, sin contar las baronías, 52 nuevos condados, 19 ducados y 149 marquesados (el lector me disculpe si me dejo alguno), sobre todo durante el periodo que ostenta el triste record de ser el más corrupto de la historia de España: el de la dictadura de Primo de Rivera (seguido muy de cerca, en cuanto a corrupción, por el régimen franquista; la historia nos dirá qué puesto ocupan los últimos gobiernos de este castigado país en el ranking histórico).
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Esta boda tan brillante, que ha llenado los informativos de todas las cadenas televisivas y hecho las delicias de los lectores de las revistas del corazón, me recuerda un lienzo que pintó Goya en el contexto de la crítica ilustrada a los matrimonios de conveniencia. El escenario y los personajes han cambiado, claro está. La escena ya no se desarrolla bajo un puente de piedra (que quizás simbolizara, en el cuadro de Goya, el paso de una clase social a otra) sino bajo una máquina más acorde con el devenir de los tiempos: un ascensor social. Las imágenes verticales se imponen a las horizontales si lo que queremos es representar este nuevo cortejo nupcial. En el lienzo del aragonés una bella joven es obligada a casarse con un hombre feo, pero rico, bajo la codiciosa y complaciente mirada del padre de la novia. No vamos a hablar de si hemos percibido o no expresiones de envidia o de malicia en los invitados a la boda que hace sólo unos días se celebró en Madrid; tampoco diremos que se trata de un enlace presidido por la desigualdad, como el de Goya, ni nos vamos a meter con la galanura y la presencia física del novio. Pero, aunque la sociedad se ha transformado, el contexto en el que se desarrollan estas nupcias no se aleja mucho de aquél en que se sitúa la crítica de un pintor ilustrado como Francisco de Goya.
Aparte de lamentarnos de que no tengamos un Goya para inmortalizar la boda que se celebró en la iglesia de San Francisco de Borja, ubicada en la exclusiva calle Serrano de la capital, no nos queda sino terminar este artículo recordando la actualidad de aquellas famosas palabras de Tancredi a su tío Fabrizio en Il Gatopardo: «Se vogliamo che tutto rimanga como è, bisogna che tutto cambi». Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.
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