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El Greco y la mística (I)

El Greco y la mística (I)

óscar gonzález palencia/antonio illán illán

Una esfera mística circunda la personalidad creativa del Greco. Se aprecia un aire en la composición de sus cuadros que deja ver una trascendencia a la vez humana y divina. También podemos hablar de dos mundos: el terreno y el celestial; el primero más cercano y realista; el segundo más conceptual, espiritual e imaginativo. En buena parte de su pintura todo queda aureolado, y una misteriosa realidad mantiene en comunicación diversos horizontes: lo nocturno y lo diurno, lo terrenal y lo celeste, lo empírico y lo virtual. Quizá debiéramos recurrir a Platón para interpretar ese Greco que se muestra en dos caras, como en el «Entierro del señor de Orgaz», o que pinta Toledos que trascienden la propia naturaleza de las cosas. No buscamos en el Greco lo que ya hemos considerado puro humanismo del artista; sin embargo son diferentes las voces que lo relacionan con la mística a partir de su profundo conocimiento del universo real, simbólico, espiritual y de fe de la religión de su tiempo, algo que él supo llevar significativamente a cada una de sus obras.

No pretendemos defender que la trayectoria vital del Greco esté nimbada por un halo de santidad (lo que conocemos de él nos insta a situarlo más próximo a un hedonismo refinado, selecto y mundano que al recogimiento y la renuncia ascética de quien pretende elevarse a los dominios de lo divino). Es Barrès el que afirma en «El Greco o el secreto de Toledo», en referencia a los hidalgos de la parte baja del cuadro que realiza para la iglesia de Santo Tomé, que «lo que el Greco ha pintado por encima de sus cabezas lo ven ellos con la mirada del alma. En la Gloria, donde quiere encontrarse una prueba de demencia, reconocemos nosotros la concepción metafísica que vive bajo aquellas frentes cerradas… A los ojos de un contemporáneo de Santa Teresa, los amigos del de Orgaz son almas cautivas en los cuerpos, que logran evadirse de su cárcel, flotar en los aires y ascender a la gloria. La actitud de Cristo, tan dulce, tan elegante, les atrae. Y las almas van hacia él como los corazones hacia una palabra sublime de poesía».

Y ahí siempre está la luz. La luz del Greco nos sorprende. Es la luz utilizada como símbolo que sacraliza a los personajes y también para reproducir a la vista ese ambiente sobrenatural que hace verosímiles los grandes misterios religiosos. Luz que nace de los cuerpos; luz que a veces no produce sombras; luz sobre los cuerpos que parecen actuar como reflectores hacia quien los mira, para provocar con el recurso plástico unos efectos casi mágicos que hagan olvidar lo corpóreo y lo matérico; luz de influencia escolástica, mística o neoplatónica que en el pincel del Greco es mensaje envuelto en pura estética.

No obstante lo dicho, el tiempo de Doménico Theotocópuli denota, irrebatiblemente, un misticismo de signo variable según los lugares en que desarrolló su vida y compuso su obra, pero, en todo caso, omnipresente en un capítulo de la historia –telón de fondo de su existencia- especialmente convulso en materia de religión. En nuestro país, en tiempo del pintor, ese arrebato reverencial anega la realidad toda, tutela las conductas, fija los preceptos morales, traza las directrices políticas y hasta pretende gobernar los pensamientos y, con ello, determinar los cánones estéticos y las producciones artísticas. La España de Felipe II, el imperio católico universal, es una aspiración a la unívoca correspondencia platónico-agustiniana de la Ciudad de los Hombres con la Ciudad de Dios. El tiempo histórico no es nunca razón menor de la biografía de cada ser humano; tampoco, pues, en el caso del Greco. En consecuencia, debemos adentrarnos en la atmósfera mística del siglo XVI para comprender, al menos, uno de los planos de una personalidad tan compleja como la de nuestro pintor, cuya verdad, tan polimórfica, es, por ese mismo rasgo, aditiva y no excluyente, resultado de los sumandos que constituyen las verdades parciales de cada aportación interpretativa. Esa es la razón de que no entremos nosotros en este ámbito con el escoplo que exonere lo subjetivamente plausible de lo supuestamente espurio, sino más bien con el ánimo de ofrecer una visión amplia, desde múltiples perspectivas, de cómo la mística dejó su huella en el arte del Greco. Acotaremos nuestro foco de atención al tiempo de vida del pintor en España, y trataremos de elucidar, con el lenguaje más sencillo que siempre la metáfora nos permita en este campo tan etéreo como la mística, hasta qué punto fue este un factor de peso en el carácter artístico y personal de nuestro pintor. Estamos seguros de que, de alguna manera, no alcanzaremos a valorar bien los hallazgos expresivos del artista si dejamos de contemplar la cultura del núcleo religioso del que, como forma básica del contenido de un buen número de sus obras, parte y en el que converge esta expresividad que aúna estética y mensaje.

Primera aproximación: entre el misticismo y el humanismo

Los comienzos del siglo XX nos legan el redescubrimiento de un pintor largamente arrumbado en los sótanos o en las más recónditas salas de las pinacotecas y en otros espacios monacales del olvido y el silencio. Un episodio clave de la historia del arte se ha recobrado. Sin embargo, esta revisión, de la que ya hemos dado cuenta en anteriores entregas en estas mismas páginas, viene inducida por una vaharada de romanticismo tardío, puntal del tradicionalismo, de lo castizo, que nos ofrece una imagen del Greco como un visionario, preso de un rapto de trascendencia, transido de un prurito de eternidad… Si Santa Teresa o San Juan de la Cruz comprendieron que en el principio fue el verbo, el Greco entendería que lo siguiente fue el trazo… De esta forma, la recepción adecuada de la pintura del candiota sería aquella que nos permite apreciarla como el trasplante pictórico del irracionalismo poético de los versificadores místicos (de ahí, los vagos y enigmáticos perfiles de quien pretende pintar lo inefable). Sin embargo, no renunciamos, ni mucho menos, a ponernos delante de los cuadros y atender a una lectura y un goce de los mismos fijándonos en los valores y en los símbolos dentro de una atmósfera terrestre, sin pensar en las posibles alegorías conceptuales extrañas a la pura esfera pictórica.

La recuperación del Greco y una nueva recepción de su arte acorde con su genio no hubiera sido posible sin Manuel Bartolomé Cossío, verdadero adalid de la relación biunívoca entre el pintor y nuestros grandes místicos, que completarían el círculo de la esencia del ser hispánico. Y, al margen de Cossío, Maurice Barrès sería el más vehemente defensor de esta tesis que, por lo demás, bruñida y matizada, es también sostenida por algunos de los grandes eruditos de la mística castellana que –como Helmut Hatzfeld– estiman que el genio del Greco y el de los grandes místicos de nuestro Siglo de Oro son el producto de un fundamento común, una mentalidad y también una metodología icónica que igualaría al pintor con –por ejemplo– Santa Teresa, en el propósito compartido de explicarse y explicar la realidad ultraterrena por medio de analogías cromáticas y formas tangibles. Como contrapunto a esta concepción piadosa de la pintura del Greco, nos encontramos con una visión del pintor como docto humanista, seguro poseedor de una vena creativa que ejerce como don perfectible por medio del estudio, de la investigación, de la mejora de la técnica, del hallazgo del estilo propio… Este Greco –del que también hemos dado relación en artículos anteriores- sería el modelo del cortesano galante que satisface, con su pincel, los encargos que se le encomiendan, que tienen, como es propio de su tiempo, un cariz religioso, pero que en modo alguno sería un motivo que estimulara al artista, mucho más interesado en la razón y en la creación –interés intelectual y pecuniario- que en la fe. No obstante, estos postulados no son necesariamente disyuntivos, sino más bien complementarios: ¿no es verosímil pensar que un hombre tan receptivo al saber, tan inclinado al conocimiento, tan vivaz ante la realidad de su tiempo, de tan probada habilidad como sincretista, se dejara arrastrar por el clima contrarreformista e hiciera de su obra un singular ejemplo de humanismo cristiano? Para dar respuesta convincente a este interrogante, conviene tomar en consideración la pintura y su peso de acuerdo con la mentalidad instaurada después de Trento en el ámbito católico. Estas claves sobre el pintor y la Contrarreforma y sobre otras «llamas de amor vivo» y otras luces místicas serán las que expongamos en sucesivas entregas de esta divulgadora multiperspectiva con la que tratamos de ofrecer nuestra humilde colaboración al IV Centenario de nuestro toledano y universal artista.

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