El beso que salvó al agente del CNI en Irak
José Manuel Sánchez Riera es el único agente del CNI que el 29 de noviembre de 2003 salvó el pellejo en Irak en la emboscada que sufrió junto a siete compañeros. Acaba de escribir un libro, 'Tres días de noviembre', en el que cuenta su historia
Así fue la batalla infernal de los siete héroes españoles del CNI asesinados en Bagdad en 2003
«En medio de la lluvia de golpes tuve un momento, sólo uno, en el que me vino a la cabeza que ya nunca más iba a ver a mi familia. Entonces me tiré al suelo y pensé: 'Ya está. Que me maten'. ... Fueron unas décimas de segundo, me levanté y seguí moviéndome de un lado para otro, no de forma planificada, sino simplemente por si en otro lugar me dejaban de pegar. Deseaba que todo acabase. Y en esas aparece un hombre, más o menos de mi edad (37 años entonces), bien vestido con una túnica azul petróleo y con el aspecto de ser un jefe local. Se abrió paso hasta donde estaba y me dio un beso en la mejilla derecha. Después, sin pronunciar palabra, se marchó. Me quedé de piedra, más aún porque desde ese mismo instante cambió la escena. Desaparece una gente y aparece otra, que se ofrece a ayudarme», relata el exagente del CNI a ABC. Aún no sabía por qué, pero ese beso le había salvado la vida...
José Luis Sánchez Riera, uno de los cuatros 'pepes' del grupo de ocho agentes del CNI que sufrieron la brutal emboscada de Latifiya -«una carnicería», según la define de forma gráfica-, sólo supo después que la providencial presencia de aquel hombre allí se debió a una casualidad. Estaba en su casa, cercana al lugar, tuvo noticias de lo sucedido y decidió acercarse para calmar los ánimos porque «era familiar de una persona que había sido anfitriona nuestra sólo dos días antes en Diwaniya».
«Sigo vivo por un cúmulo de casualidades: por viajar en el lado derecho del coche, en lugar del izquierdo; porque Carlos Baró, el jefe de la misión, me ordenó ir a buscar ayuda cuando ya no teníamos escapatoria y con dos compañeros muertos y otros dos muy malheridos; por el beso de aquel hombre, que dejó claro a todos que no permitía a nadie seguir atacándome; y porque nadie sabía quién era quién, ni siquiera se conocían entre ellos, y no querían significarse en un sentido u otro -a favor de las tropas internacionales o del partido Baaz de Sadam Hussein-, por si luego sufrían ellos represalias»...
La cuenta atrás para los ocho agentes había comenzado el 26 de noviembre de 2003, cuando pusieron pie en Bagdad José Sánchez Riera, José Ramón Merino, José Carlos Rodríguez y José Lucas, todos ellos voluntarios en esta misión. Les esperaban sus compañeros a los que en breve iban a dar el relevo, Carlos Baró, Alberto Martínez, Alfonso Vega y Luis Ignacio Zanón. Iban a estar tres días juntos con el objetivo de que los segundos trasladaran toda la información necesaria a los primeros «para entrar en eficacia desde el minuto uno. Te cargas de responsabilidad de hacerlo bien, el trabajo era importante para la seguridad de las tropas», explica Sánchez Riera. También había que resolver en Bagdad los asuntos burocráticos de la misión, a la que él se iba a incorporar el 20 de diciembre. «Antes de ir ya sabíamos que la situación se complicaba, y que la nuestra, la del CNI, más, como quedaba claro tras el asesinato en Bagdad de nuestro compañero José Antonio Bernal».
El grupo se dividió en dos de cuatro agentes, uno que trabajaría en Nayaf y el otro en Diwaniya, que eran donde estaban las bases españolas. Las primeras 48 horas transcurrieron como estaba previsto, con inspecciones del terreno y visitas a personas que podían dar información de interés. El tercero era el del viaje a Bagdad. Lo hicieron a primera hora, en dos coches juntos, y utilizaron la por entonces famosa Ruta Jackson.
La última comida
«No pudimos resolver el papeleo, pero aproveché para instalar unos equipos, algo que también estaba previsto. Nos fuimos a comer con el jefe de nuestra oficina en la ciudad, en su casa. Fue el último momento agradable que pasamos. Estábamos muy relajados, comimos tortilla de patata, croquetas, tomamos una cervecita... Lo recuerdo con nebulosa porque no prestaba demasiada atención... Pero sí tengo la última visión de todos juntos».
Tras la comida los dos vehículos, con cuatro agentes cada uno, pusieron rumbo a sus bases por la misma ruta. «En Mahmudiya a partir de cierta hora se cerraba la autovía y el tráfico se desviaba por el centro de la ciudad. Había mucho atasco. Es posible que fuera allí donde nos detectaron», explica. «Cuando salimos recuperamos cierta velocidad, pero estábamos tensos, íbamos muy atentos. A la altura de Latifiya se incorporó por detrás nuestra -íbamos a unos 100 metros de los compañeros-, un Nissan blanco que estaba apostado en perpendicular en una entrada de la autovía. Primero oímos el ruido del motor y después disparos».
«Alfonso, que conducía, aceleró y se puso en el carril izquierdo, y avisamos al equipo de Nayaf de que nos estaban disparando a través el precario teléfono satelital de la época. Es un momento de pánico, pero actúas. Adelantamos a nuestros compañeros y segundos después Alfonso dijo 'me han dado'; pegó un volantazo y nos salimos de la carretera por un pequeño terraplén. Fue un golpe importante. Carlos Baró y yo estábamos aturdidos pero cuando salimos vimos que Alfonso estaba muerto y José Carlos herido grave. Iban los dos en el lado izquierdo... Vimos un poco la situación y en segundos llegaron los atacantes. Aparcaron en el arcén y empezaron a disparar. No sé cuánto tiempo estuvieron, si un minuto o tres, porque se pierde la noción del tiempo. El caso es que cuando iba a llegar nuestro segundo vehículo se marcharon».
«Se encasquilló»
«El vehículo con el equipo de Nayaf se quedó en el arcén, a nuestra altura. Subí a ver cómo estaban y el conductor, Alberto, había muerto y José Lucas estaba detrás malherido. Le recostamos para que estuviera más tranquilo. Ignacio bajó conmigo hasta donde estaba nuestro automóvil. Carlos había hecho una llamada, aunque me enteré después. Luego hizo otras tres: al número de emergencia de la base de Diwaniya, pero nadie la cogió; a la división polaca, y sucedió lo mismo, y la última al coordinador de la misión en Madrid, que sí descolgó el teléfono. Baró le informó de lo sucedido, del parte de bajas y cuando fue a dar nuestras coordenadas para un rescate comenzaron a dispararnos desde unas casas que había a unos 60 metros... Nacho salió corriendo hacia su vehículo, Carlos se parapetó tras la rueda delantera derecha y yo en la trasera. Hice un disparo con nuestra pistola ametralladora, y ya... Se encasquilló. Sabíamos que fallaba y nos la iban a cambiar, pero no sabíamos que la tendríamos que utilizar»...
«Carlos veía que yo no podía hacer nada y me ordenó que fuera en busca de ayuda. Corrí hasta el otro vehículo, mi compañero intentaba cubrirme, pero su arma no tenía alcance suficiente. Paré en el arcén y noté que me alcanzaba algo. En paralelo hirieron a José Merino, que estaba en la parte izquierda del vehículo, entre Nacho, que se parapetaba tras la rueda trasera de ese lado, y yo, tras la delantera. Le dije a Nacho que me iba a por un vehículo».
«Crucé la carretera, pasó un coche pero no paró; vi que había más al fondo y me dirigí hasta allí. Nada más llegar comenzaron los golpes». El resto, ya está contado.
Sánchez Riera, tras pasar por una pequeña comisaría en Latifiya y por otra más grande en Mahmudiya, donde los policías le tocaban para ver si les transmitía su «baraka» (suerte) acabó en la base norteamericana de esa última ciudad. «Me hicieron un reconocimiento médico, la inteligencia norteamericana redactó un informe con mi relato de los hechos y me llevaron al despacho del jefe de la base, Pete Johnson, que me dijo que era un hombre de suerte. Hablando con él, pasadas las nueve de la noche me fijé en un teléfono y por primera vez me acordé que tenía familia. Pedí permiso para llamar a España y pude hablar con mi mujer, que ya sabía que estaba vivo porque acababa de conversar con mi director, Jorge Dezcallar». «Fue una conversación muy dura. Había perdido toda la humanidad, porque no tenía sentimientos. Te da igual todo... Sabía que había perdido a siete compañeros, pero para mi era solo algo que había ocurrido... Es muy jodido, no te da igual, pero lo ves con una frialdad dolorosa. Pones cero pasión en el relato».
A la máxima potencia
«Luego te derrumbas, cuando ya estás tranquilo. No dormí, cerraba los ojos y me venían todas las imágenes. Ahí es cuando te inundan todos los sentimientos que no has tenido antes, elevados a la máxima potencia. El miedo, la cobardía, la culpabilidad, la alegría, la tristeza»...
Sánchez Riera no tardó mucho en reincorporarse al trabajo, fue destinado a Nueva York... «Me sentía bien, pero sabía que había algo raro, que por supuesto achacaba al resto del mundo. Ni sentía ni padecía; era frío... La verdad es que estaba enfermo».
Una madrugada, a las tres, ya de regreso en España, «llevé a Isabel, mi mujer, a la cocina y le dije que no la quería, y que a nuestros hijos tampoco. Ella me contestó: 'Lo que te pasa es que estás enfermo'. ¿Cómo es capaz alguien de decir algo así a su compañera de vida con esa frialdad? Me pasaba el día leyendo, era como un mueble. Mi hijo de 15 años me preguntó que hacía y le respondí que leer. 'Sí, sí, pero aquí hay cuatro más y tú no estás'. Me impresionó que un chico de esa edad pensara más en su padre que en engañar a su padre... Ahí tomé la decisión de ir al psiquiatra».
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