Tenía la piel morena y la mirada siempre triste, vivía hundido en los abismos del alcohol y estaba siempre solo. Pasaba el día deambulando, sin salir casi nunca del espacio urbano que va del Arco Alto a las antiguas Lonjas. Dormía, a razón ... de cincuenta pesetas la noche cuando las tenía, en alguna de las fondas de mala muerte que había en la plaza de la Corredera, o en la fonda El Carmen de la calle Almonas: alguna vez el bueno de mi padre le tuvo que dar esos diez duros para que no pasara la noche tirado en el suelo «debajo de los portales».
En nuestro tiempo, y de haberlo conocido Francisco Robles, habría ocupado las mejores páginas de una eventual edición cordobesa de su inconmensurable 'Tontos de capirote'. Y es que, cuando la Cuaresma retrasaba los atardeceres y en San Pedro empezaba el ajetreo de mi hermandad, allí estaba El Zorro, que tenía por nombre Antonio, aunque nadie lo llamaba así.
Era de los primeros en sacar su papeleta de sitio y algunos años llevó un estandarte. Una vez protagonizó una anécdota antológica: el Miércoles Santo, poco después de salir de San Pedro portando el estandarte, quiso meterse por la calle de la Rosa en vez de por la del Poyo: los vapores del moriles le impedían ver con claridad. Acabó su carrera como aguador de la primera cuadrilla de hermanos costaleros.
Hace casi treinta años se lo llevó el Cristo de la Misericordia para concederle allá arriba la paz y el descanso que no pudo gozar en este mundo. Y si lo he traído a colación es porque, en cierto modo, era un adelantado a su tiempo: una de sus costumbres consistía en vestirse de nazareno una o varias veces antes de Semana Santa, y recorrer la Corredera –a veces llegaba hasta el Bailío– dando capazos con su capa blanca. Lo hacía en solitario y sin permiso de la autoridad eclesiástica.
Algo hemos avanzado: ahora hay quien hace lo mismo, pero sin alcohol y en cortejo. La autoridad eclesiástica, en nuestro tiempo, mira hacia otro lado.
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