MIRAR Y VER
Noviembre elegíaco
Es bueno pensar en la muerte. Es una compañera intempestiva, y la única capaz de resituarnos en lo que somos
María Amor Martín. 'Migrantes'
Una familia delante de unos nichos
Es otoño y se inicia el mes de noviembre elegíaco y de cálida nostalgia. Celebración de los días de Todos los Santos y de los fieles difuntos, crisantemos, gachas y el frío que se nos viene encima en el cuerpo y en el alma; ... oraciones y ruegos, medicina de consuelo, que amenora la separación desolada, y los versos de pie quebrado, como su alma, de Jorge Manrique: «Este mundo es el camino/para el otro, que es morada/sin pesar;/[...]Partimos cuando nacemos,/andamos mientras vivimos,/y llegamos/al tiempo que fenecemos,/así que cuando morimos/descansamos».
Es tiempo de recordar, —que significa volver a pasar por el corazón—, a quienes nos dieron la vida, nos cuidaron, nos enseñaron, nos brindaron su amistad, nos guiaron, nos aconsejaron, nos esperaron siempre, nos amaron y que ahora nos acompañan desde la otra orilla. Es tiempo de acurrucarnos en quienes tanto quisimos, queremos —eterno presente ausente—, en su olor, su tacto, sus gestos, sus palabras, sus hechos y abrazos, no olvidados, que tantas veces nos salvaron.
No hay nada tan real como la muerte y, sin embargo, se la quiere escondida. Se prefiere mejor ni nombrarla o evadirla con palabras que la encubren y disimulan, silenciarla, apartarla como a una mala sombra y hacer como si no existiera. Para un mundo sometido a la búsqueda insaciable del éxito y la fortuna, la muerte, que trunca deseos y aspiraciones, es un fracaso, el gran fracaso y, por ello, se la elude. Esta sociedad egocéntrica propone una visión narcisista de la muerte, incapaz de asumirla como propia, y vive como si el ser humano fuera inmortal. Tal es este convencimiento que, en su falsa omnipotencia, continúa su inútil carrera a la búsqueda de la inmortalidad, sin darse cuenta de que se podrá frenar la vejez, alargar y mantener la vida, pero no dejaremos de ser mortales.
Es bueno pensar en la muerte. Es una compañera intempestiva, pero también la única capaz de resituarnos en lo que somos. La realidad de la muerte nos encara con nosotros mismos; ante ella, despojados de cualquier apariencia, se desnuda toda falsedad. La mortalidad nos da la medida de nuestra humanidad. A la muerte hay que mirarla cara a cara, reconocerla y asumirla, no solo como un destino ineludible, sino como indisolublemente unida a la vida. Aceptarla en su radical verdad es comprender la verdad del propio ser humano, que hace surgir en nosotros la pregunta por el sentido de la existencia y la respuesta que nos lleva a la trascendencia. Es humana la tristeza desgarrada de Miguel Hernández, como la nuestra, ante la muerte: «No perdono a la muerte enamorada,/no perdono a la vida desatenta/,no perdono a la tierra ni a la nada». Más aún lo es descubrir con Machado esa muerte amanecedora de esperanza, que afirma rotunda que «encontrarás una mañana pura/ amarrada tu barca a otra ribera».