La Graílla
La tele encendida
Nadie miró al hombre erguido ante el dolor con curiosidad malsana, sino con el respeto de encontrar a la muerte
Peros de la guitarra (21/9/2024)
Había niños delante, pero nadie apagó la tele. Tenían ocho, casi siete, seis años recién cumplidos, pero igual que su madre miraban tan hechizados el relato de las imágenes que la comida viajaba del plato a la boca sin mirarla. La confusión de la ... cornada, el camino frenético y equivocado a la enfermería, el barullo de quienes querrían ayudar sin saber cómo y el hombre tendido de cuerpo y erguido de espíritu ante el dolor, el miedo y la sangre.
Lo que se veía a través de aquel cristal era casi siempre una mentira bien contada, pero en aquel mediodía absorto con el curso recién empezado los que miraban ya sabían que aquella película era de verdad y que había terminado mal, que la vida de aquel hombre valiente que tranquilizaba al médico que tenía que hacer algo con la herida tremenda que aparecía al cortarle el traje se había apagado sin sangre en la noche anterior en las curvas de una carretera que les parecía remota.
No hubo en aquellos días debate sobre el morbo ni la complacencia en el dolor, porque en aquella España nadie miraba al hombre que describía las trayectorias del pitón con curiosidad malsana, sino con la naturalidad y el respeto profundo de encontrar a la muerte y a lo que la provoca.
Los niños habían visto ya entre la calle de la Feria y el Paseo la comitiva de los entierros, el redoble majestuoso de las campanas, el llanto desconsolado o la compostura resignada de los familiares, las conversaciones de los mayores al recibir las noticias. La muerte tocaba todavía lejos y aquellos días, mientras las dos únicas cadenas no dejaban de repetir las imágenes, nadie los apartó de la pantalla porque tal vez fuera mejor para ellos.
La muerte era una compañía perpetua y silenciosa, y si los zarpazos no caían cerca ya se iba sabiendo que alguna vez lo harían. Tan cierta, tan cruel, tan infalible, la muerte entonces no tenía adjetivos y era un imperativo moral acompañar a quienes estaban heridos por su golpe cercano.
Aquella Córdoba que parecía tan cotidiana y escondida aparecía en el escaparate nacional de la televisión. El padre que buscaba el Pryca por la que se llamaba carretera de Almadén decía a los niños al pasar por el Hospital Militar que cuando la ambulancia pudo llegar allí Paquirri ya había muerto y la gente de Pozoblanco, aquel nombre que durante un buen tiempo convocaba un escalofrío, tendría que luchar contra el estigma de las condicionales ventajistas que hablaban de una salvación segura en un lugar mejor equipado.
Han pasado cuarenta años de aquellos días imborrables y el que fue niño de ocho años vuelve a leer con gula los reportajes. Ahora que ha pateado el escenario y la carretera, tanto mejor, piensa si aunque más pobre no sería mejor aquella Córdoba cabal y antigua, sin redes sociales que difundieran vídeos y con periodistas que no quedan esperando noticias delante de un móvil, sino que corren con la cámara al hombro hasta el lugar de los hechos para contarlo a todo el mundo.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete