La Graílla
Selfis culturales, estrellas fugaces
Antes de llevar la cámara en el bolsillo, en Córdoba ya buscaban fotos con maestros los poetas que no habían pasado de la autoedición
La primera piedra
Predicar la esperanza
HAY un selfi vulgar, de asalto inoportuno, risa nerviosa y hasta gritos, y un selfi culto y en verso octosílabo, que es mucho más antiguo y que ha sobrevivido a la irrupción del anterior sin necesidad de sacar el teléfono móvil para conseguir una ... imagen de efecto invertido. Los dos buscan el mismo espejismo, y es que quien tiene que ver la foto, el trofeo que se consiguió en un encuentro casual o en una presentación buscada. mire antes al anónimo que al famoso.
Como en el chiste, no es quien está al lado de Alberto Chicote o de Eduardo Mendoza, sino quién es ese señor de ojos azules y voz sarcástica que está al lado de mi vecina, con gesto de estar cansado de fotos, o cómo se llama ese hombre de bigote y elegancia inglesa que ha posado con mi amigo sin comprender qué falta hace.
Antes de que cada uno llevara en el bolsillo una cámara de fotos capaz de plasmar a quien sólo buscaba un paseo tranquilo, en las ciudades de provincias ya buscaban selfis los ensayistas que nunca habían podido pasar de la publicación local, los poetas que jamás habían tenido otra gloria que una autoedición con presentación a la que iban los amigos, los narradores que debían que conformarse con un premio en una institución pública y con lectores que decían lo mucho que les había gustado y no dejaban de lamentarse del criterio de las grandes editoriales que sólo publicaban a los autores conocidos.
Pasaba en Córdoba y pasaría en cualquiera de esos lugares que reciben a los grandes escritores, a los pintores de excepción o a los cineastas de genio como a estrellas fugaces que deslumbran por un momento en su cielo, dan la oportunidad de pedir un deseo y después se marchan y no dejan más que el recuerdo de un fulgor que al cabo del tiempo tendrá más la consistencia del sueño que la de lo que de verdad pasó.
Antes que las fotografías fueron las firmas, y mucho antes, durante y después también aquellas Ferias del Libro en las que el presentador, quizá novelista frustrado por la falta de constancia o la sequedad de las fuentes de inspiración, aprovechaba para lucirse, se preparaba media hora de parlamento, enumeraba honores y demostraba que había entendido la obra mejor incluso que quien la había escrito.
Quedaba entonces el agradecimiento algo turbado del protagonista, que nunca imaginó que lo ensalzaran en ditirambos épicos, y algo de conversación con el público y con el anfitrión, que agradaba al maestro sin cesar y después lo veía marcharse en el tren, ya ajeno y acaso liberado, dejando Córdoba y a quienes lo habían ensalzado con apenas el recuerdo de alguna frase y la certeza de quedar todos tan pequeños como antes. Quien enseñó la dedicatoria de Fernando Lázaro Carreter en 'El dardo en la palabra' o la fotografía con Albert Boadella lo sabe.
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