La Graílla
La rosa púrpura
Para que cerrasen las salas y quedase el hueco de las risas y los besos, fue necesario matar al cine mismo
Luis Miranda: Extrema derecha, calor extremo
Entendieron el cine aquellos espectadores que corrían aterrorizados fuera de la sala cuando veían acercarse por la pantalla a una locomotora de tren humeante de vapor y velocidad: aunque la máquina no fuese a atropellarlos, aquello que veían sucedía para emocionarlos y para meterlos dentro de un mundo gigante que les abría un hueco para sentarse y mirar, como una realidad paralela y despegada de la grisura rutinaria y mediocre. Para que se cerrasen los cines y quedara en las salas huecas el espacio vacío donde flotan los restos de caídas cómicas y aventuras frenéticas, de besos arrebatados y de humo esculpido, de futuros inimaginables y llantos contagiosos, fue necesario matar al cine mismo.
Engañan los que dicen que no cambia más que el soporte cuando se volvió más cómodo alquilar una cinta magnética y más todavía cuando llegó el mundo digital que permitía multiplicar cada película hasta el límite de los escrúpulos o los gigabytes. Para muchas generaciones el cine nacía de la oscuridad de la sala como el mundo recién creado por la mano de Dios, y desde allí se iban dando pistas de los personajes y de sus historias como crecen las flores en tierra buena.
En cierto momento las viejas salas cerraban y muchos de los que querían ver una película compraban en la calle un disco pirata en que podía venir doblada con acento extraño o filmada durante la proyección mientras de vez en cuando tapaba la imagen un señor que pasaba para ir al baño.
Había muerto el cine porque habían matado su ética y su estética, que es lo mismo que decir su belleza. Se empezó tal vez cuando alguien se conformó con un VHS mal grabado y con imagen llena de granos para ver 'Regreso al futuro' o 'La guerra de las galaxias' y se siguió cuando a nadie importaba que el beneficio del dinero que se gastaba no fuese para la industria que tenía que hacer obras nuevas, sino para alguna mafia que explotaba a inmigrantes sin papeles para que hiciesen copias sin descanso en ordenadores y pisos sin luz.
Para entonces el Palacio del Cinematógrafo ya sólo vivía en los versos de Pablo García Baena, el Almirante era el esqueleto de un futuro distópico y el Góngora y el Lucano se reciclaban. El Isabel la Católica dejó hace años de ser como aquel de una ciudad del norte en que una niña encontraba a su padre buscando en la piel de una actriz -«Conocí a una mujer que se le parecía mucho, pero a Irene Ríos, no-» el rastro de un amor antiguo, y nadie podrá imaginar en sus salas lágrimas como las que aquellos sicilianos derramaban bajo los paraguas con que se protegían de las goteras. Cerró el Alkázar, los de verano esperan y ahora quedan los centros comerciales, de los que no saldrá una pareja de novios jóvenes paseando cogidos de la mano, porque no tienen coche. Muchos se conforman con un teléfono sin saber siquiera que en las pantallas antiguas pueden soñar con traspasar el telón gigante, salir del mundo y bailar felices como en 'La rosa púrpura de El Cairo'.
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