La Graílla
Ojos abiertos, ceño fruncido
En las colas de Flora hay un bucle melancólico: gustaban más las propuestas de los primeros años
Lujo imperecedero (12/10/29024)
Para resumirlo, al encontrarse con las instalaciones de Flora antes había que abrir los ojos y ahora hay que fruncir el ceño. Aquel festival que llegó casi de puntillas a la ciudad, cuando nadie se había dado cuenta de que se gestaba como una ... planta exuberante, y que la inundó de colores, de geometría y de sugerencias tenía la melodía de las exclamaciones de asombro, la percusión de los dedos que señalaban detalles cromáticos y el ritmo quieto de ir sin prisa alguna para enfrentarse a lo que más que montajes parecían plantas antediluvianas y caprichosas.
Flora ha vuelto y entre las conversaciones de las colas y la concentración de quien busca la correspondencia entre lo que ha podido entender de un texto y lo que ve en un montaje mucho más verde que arcoiris abunda un bucle melancólico: gustaban más las propuestas de antes, que deslumbraban como un sueño de colores e invitaban a pasarse la tarde encontrando vetas, detalles y curvas que tenían colores distintos según las golpeara la luz.
No es que Flora haya decaído desde aquella primera sorpresa de 2017 y las que siguieron en los primeros años, sino que ha recorrido demasiado rápido las etapas de la historia del arte. Gustaban las primeras ediciones porque era, salvando los abismos, como pasar al Prado y encontrar el azul de Fra Angelico o el casi relieve de Van der Weyden: bellezas irrebatibles y absolutas que no merecen que se las estropee con las palabras.
El arte podía ser utilitario, como tantas veces, pero cuando quien pintaba o esculpía tenía dentro de sí el nervio de la inspiración o la habilidad plasmaba el mundo de una forma que el cuadro o la escultura eran ventanas a una vida perfecta y sin tacha, sueños de luz en los que uno podía conformarse con mirar toda la vida.
Podía pasar de la espiritualidad alucinada de El Greco a las sugerencias de un impresionista, pero siempre tenían el mismo aliento de atrapar con la belleza y convencer al espectador de que lo que tenía delante de los ojos era más hermoso que el mundo real.
Como se fueron las primeras ediciones de Flora, como aquel remolino que se instaló un año en el Potro o como esa forma imposible en blanco que inundó Vimcorsa, el arte cambió y empezó a buscar otro lenguaje y otro mensaje, que son distintos. El mundo podía descomponerse y volverse a montar con un orden azaroso, la pintura podía copiar a los sueños y no al revés y al cabo de unas décadas de vueltas y vueltas el arte no tenía que ver con lo bello, sino con una cierta reflexión o un mensaje codificado a través de artificios.
Flora ha seguido por esas curvas y ahora sus montajes hay que mirarlos con gesto concentrado buscando un símbolo, un detalle o una alusión, ya que no belleza ni armonía. Es un camino lógico: forma parte de la cultura hacer cosas distintas y buscar una voz propia con que decir las cosas. Los que esperan para entrar no van al C3A y decidirán en estos años si siguen haciendo colas.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete