EL MOLINO DE LOS CIEGOS
VUELTA A CASA
Este San Rafael puede no ser el mejor cuadro de Del Castillo, pero es el que más relación ha tenido con los cordobeses
SI el poeta Enrique Redel, el autor de la mejor monografía sobre San Rafael, hubiese ido este sábado al Ayuntamiento a ver el lienzo de Antonio del Castillo tras la impecable restauración realizada por Enrique Ortega no habría cambiado mucho su opinión: «La figura del Ángel es correcta y gallarda y su color es pastoso, aunque no carezca de durezas de estilo y aunque su traje tenga más de metálico que de sedoso». No es que Redel fuese un raro, sino que pertenecía a esa generación que aún no había aprendido a valorar los méritos del barroco.
Este cuadro de Antonio del Castillo es uno más de los que a lo largo de la historia se han dedicado en Córdoba a San Rafael, como es el caso, entre otros, de Juan de Valdés Leal, Antonio Palomino, el racionero de Castro, Antonio Monroy, Virgilio Mattoni, Ángel María de Barcia, Julio Romero de Torres, Miguel de Moral o Ginés Liébana, entre los más recientes y sin contar a los escultores. Pero este lienzo de Antonio del Castillo tiene una peculiaridad que los distingue del resto de óleos. Desde su hechura en 1652 ha figurado en un destacado lugar de las dependencias municipales. En un principio estuvo «en la antesala donde se celebran los cabildos», como fue la voluntad de su promotor, el veinticuatro José de Valdecañas. En la reforma que sufre el edificio a mediados del XIX es mudado para presidir la escalera principal del Consistorio y, cuando el edificio se derribó lamentablemente hace casi medio siglo, se traslada a la sede provisional de la calle Pedro López y de ahí regresa en 1985 al mismo lugar en que se puede contemplar ahora; es decir, «en la antesala donde se celebran los cabildos», junto a una de las puertas que dan acceso al salón de Plenos.
La incorporación de este lienzo al patrimonio municipal no pasó desapercibida a los cordobeses. El escritor Rafael de Vida publicó en 1865 un curioso libro titulado «Consejas cordobesas: colección de cuentos, sucedidos y conversaciones de puerta de calle» en el que, como su título indica, recoge todo aquello que se transmitía en Córdoba de padres a hijos. Y entre esas historias está el reto que Valdecañas lanzó a Del Castillo para que inmortalizara al Custodio para gozo de la ciudad y que se mantenía vivo en la población doscientos años después de los hechos.
Prácticamente, en ningún momento de los casi 400 años que tiene el cuadro estuvo a la vista de los cordobeses, como lo hubiera estado si colgara de las paredes de una iglesia, por ejemplo. Esto no impidió en absoluto que su imagen se popularizara con rapidez y durante siglos fuera muy popular en los hogares cordobeses, desde los más elevados hasta los más humildes. Desde esos tiempos hasta nuestros días se han tirado centenares, acaso miles, de estampas reproduciendo con mayor o menor fidelidad el lienzo de Antonio del Castillo y que han contribuido a potenciar en el ámbito doméstico la devoción a San Rafael. Así, nos lo encontramos aniñado en el grabado de Juan Díez, dulzón en el Bartolomé Vázquez y desproporcionado en el de Antonio Vázquez, sin hablar de la versión libre que hiciera el parisino Louis Becquet. Cuando la litografía cayó en desuso, el azulejo ocupó su lugar y este arcángel barroco ocupa en la actualidad infinidad de patios y zaguanes. Como se ve, este San Rafael puede no ser el mejor cuadro de Antonio del Castillo pero sí es el que a lo largo del tiempo ha tenido una más intensa relación con los cordobeses, convirtiéndose en un icono que ahora ha recuperado su colorido original y que ha vuelto al lugar que le corresponde, porque en un museo estaría totalmente descontextualizado.
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