CRÓNICAS DE PEGOLAND
De las obras
Granito rosa, unificación urbana. El sabor se pierde en cada paletada de cemento y hormigón en las calles
CADA vez que la municipalidad anuncia obras me entra el tembleque, el sudor frío, la sequedad en la garganta. Cuando es en lo que queda del centro de Córdoba, directamente entra el pavor. Y no es por los cortes de tráfico y los atascos que tanto hacen feliz al departamento de reparto de Mercadona, que imagino que ahora tiene trabajo de sobra, sino por lo que desdibuja los sitios que más me gustan de la ciudad. Va a pasar en los próximos días en uno de los pocos sitios de Córdoba que tiene tres nombres que conviven en la cierta armonía que ofrece el descuido. Cardenal Toledo si se va por las aceras, plaza de las Dueñas si se está en los jardines y el Císter para los del calendario juliano o cuando estamos en cruces de mayo.
La plaza me gusta tal y como está ahora porque me he vuelto un conservador horroroso, un tipo al que solo cabe retirar el saludo. Con todo merecimiento, lo reconozco. Si se fijan, hay coches pero no hay veladores de los que atosigan, los grupos de chavales haciendo botellón son relativamente pequeños y existe la conciencia de lo bello y lo feo. Como las aceras son tan lamentables, se produce un paso natural entre la ciudad, la calle con coches, y la tranquilidad del arbolado, que ocupa las trazas de un antiguo convento desamortizado. Tal y como si hubiese un tapial de separación que deslinda lo cotidiano de lo extraordinario, las prisas de la paz.
El Ayuntamiento ha emprendido un proyecto «presioso», realizado en tiempos del PP, que pretende retirar el aparcamiento, lo que está muy bien salvo para quien deja el coche, y reformar la zona, lo cual ya tiene sus riesgos. El asunto es quitar las aceras y poner el granito rosa ese que le da la estética a las calles de ahora. Que parecen todas iguales unas a otras, como recién pintadas, que cantaba Sabina. Sacadas de una fábrica de calles, de un repertorio monótono de esquinas sin bordillos. Y eso es lo que acaba poniendo de los nervios —al menos, al que antefirma— este tipo de cuestiones. La pérdida de la solera con la que acaban los rincones de toda la vida cuando la piqueta municipal asoma la gaita.
Cardenal Toledo —o las Dueñas o el Císter o la plaza de la COPE, olvidada ya la enorme rotativa que imprimió el gol de Zarra— ya está perdida, incluida en el listado que encabeza, con todos los honores, la plaza del Poeta Juan Bernier. Ese artefacto diabólico que hubo que cambiar a toda prisa para que no provoque desprendimientos de retina de los que curan en el hospital de La Arruzafa. Y la proa municipal tiene enfilados ya el Alpargate (vulgo Pichas Flojas), San Agustín y Capitulares con la calle Nueva (abajo Claudio Marcelo). Momento en el que los repartidores del Mercadona serán plenamente felices. Allí donde quieren hacer una plaza que no es plaza, una calle que no es calle, un empedrado de esos cortados a máquina. Tan asfalto «prêt à porter» para cascos históricos sin serrín en los bares. Tan Dinamarca todo. Tan poco Córdoba.
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