VERSO SUELTO
Culpas de la lechera
Para entender la crisis hay que visitar el apenas construido barrio al oeste de Poniente, con el que tantos se iban a hacer ricos
Antes que un libro de estilo o un manual de ideas que muchos quieren manipular, el diccionario es sobre todo un testigo del uso del idioma que se escribe cuando sus propietarios, que son todos los que lo hablan sin que nadie valga más que otro, lo han estrujado en las conversaciones y los escritos. Contra eso quieren luchar personas que, como las feministas, sólo buscan modelar el pensamiento de los demás y buscan una norma que consagre que nadie se escapa del redil vallado en que quieren arrinconar al que disiente, pero el caso es que bien mirado un diccionario es sobre todo un termómetro de la forma de pensar de un pueblo. Igual que Kostas Jaritos, el lúcido policía con cuyos ojos Márkaris retrata la Grecia y la Europa de su tiempo, bucea en ellos cuando busca una luz en el momento en que las investigaciones llegan a las habitaciones cerradas, también mirando el de la Real Academia Española se pueden encontrar, latentes y ciertas, las raíces de los desastres de estos años.
Pensaba no hace mucho en la palabra culpa, que a cualquier penalista o psiquiatra, y no digamos sacerdote, le daría para escribir cientos de folios de tesis, pero que la definición despacha con toda un resumen del carácter de quienes hablan la lengua de Cervantes: «Imputación a alguien de una determinada acción como consecuencia de su conducta». A alguien, nunca a uno, que eso del «por mi gran culpa» con la mano en el corazón, se queda para el principio de la misa y, en línea con cierto cristianismo descafeinado y posmoderno, no tiene por qué tomarse al pie de la letra.
Por eso es inútil buscar culpables para los desaguisados, porque siempre es responsabilidad de los demás. Lo pensaba no hace muchos días al asomarme a un barrio que nunca fue, o que sólo ha nacido a medias y después de muchos problemas, al oeste de Poniente. Lo llamaron Nuevo Zoco y hace casi diez años eran muchos los que se hacían cuentos de la lechera pensando en la cantidad gente que compraría allí pisos, el pastizal que pagarían y el montón de terrenos que se iban a comprar con ello para pagar todavía más pisos.
Ante una foto de aquellos terrenos, una periodista escribió por aquellas fechas que era «El esqueleto de un gigante», y lo cierto es que los políticos soñaban con casas que dieran impuestos cada vez más caros para pagar asesores y sueldos de quien tiene que ocupar los despachos; los promotores hacían la cuenta de la vieja para saber cuánto subirían aquellas viviendas cada mes y lo ricos que se iban a hacer; los constructores andaban buscando búlgaros, marroquíes o ecuatorianos que les ayudaran a conseguir la contrata y hacerlo rápido; los sectores asociados dejaban mensajes en el contestador de todos para conseguir la carpintería metálica o el aire acondicionado de uno de los macrobloques y la gente, esa inocente, andaba haciendo cuentas de si podría hacerse con un piso nuevo en esa parte de Córdoba, porque vivir en San Lorenzo o Ciudad Jardín ya no se lleva.
El que quiera hablar de la crisis debería recorrer con ojos sin prejuicios el barrio, ver que apenas hay una cuarta parte, y quizá exagero, de bloques construidos, que sólo unos pocos pisos están habitados y que los que allí viven tienen un paisaje sin tiendas ni servicios, bulevares irreprochables a ninguna parte, calles con más nombres pero sin casas, farolas que a nadie alumbran y hasta un par de parques infantiles, crueles y simbólicos, como los cuartos preparados de niños que se malogran en el parto. Si algún día llego a presidente haré un referéndum para saber quién es el culpable, no sea que me digan que no soy demócrata.
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