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Nazareno Ausente

Para él es la sutileza de la mirada de la dolorosa en la que se refugió para buscar entereza cuando aún estaba entre los vivos

Rafa Aguilar

Nazareno ausente bajo la copa del naranjo de todos los años. Los penitentes con mando en la cofradía van y vienen con prisa, con la urgencia de los momentos previos a la procesión. Algo se queda suelto por mucho que todo esté atado desde hace semanas y por mucho que los tiempos sean los de toda la vida más allá de que el horario baile entre un año y otro. La tarde está como nueva en el antiguo hospital de San Jacinto. Corre la misma brisa de siempre con el aroma que a la par es de la primera flor y del último pitillo antes de pisar la calle. Los penitentes aún con el rostro visible descansan o toman fuerzas en los bancos junto al empedrado, salen y entran a la iglesia, guardan silencio unas veces y otras charlan entre ellos con la voz baja y discreta. Ocurre cada Viernes Santo y sin embargo cada vez que uno lo ve o lo vive parece que lo está descubriendo: algún hermano con galones llama a filas a la concurrencia, quizás da un golpe seco con el varal sobre el suelo de losa de las galerías que circundan el patio y entonces todo el mundo obedece porque lo que escucha no es una orden sino la expresión de un deseo que por fin se va a consumar.

Lo que está más allá de los orificios del cubrerrostros es la plaza de Capuchinos, tan conocida y tan transitada pero que adquiere bajo el sol potente y rotundo de los primeros días de abril la consistencia de un lugar menos próximo al callejero que a la memoria personal de otras tardes que ya se fueron y de las ausencias que se llevaron consigo. Entre las cosas que un nazareno nunca olvidará se encuentra quién estaba dándole la mano en el momento en el que decidió vestirse de negro, quién le convenció o hasta le impuso el deber de ser sensible con la tradición familiar. Resulta que llega un día en el que el niño, o la niña, que durante décadas ha sido solo un acompañante se ha convertido en un adulto y camina con su cirio sin el aliento de su mentor.

Si hay un duelo que repare es el que consuma quien se empeña en seguir los pasos descalzos de quien acaba de marcharse y nunca más volverá a ajustarse una túnica negra ni a ceñirse el cíngulo ni a hacer casi trescientos kilómetros para vestirse de penitente. Si algo permanece de un hombre son sus costumbres, las citas a las que nunca faltaba, las fiestas que observaba con una determinación inamovible. La huella que deja un nazareno anónimo entre la infantería de una hermandad pervive por más que él no figure ya en los archivos de la cofradía sino que habite en el cajón de su memoria. Sucede que cada compás del acompañamiento musical toca para él y que si el rostro pálido de tristeza sobria y entera de la dolorosa sin palio cambia de tono en una esquina en la que el sol se derrama de otra manera que en la calle anterior también es para él la sutileza de esa mirada y de ese gesto en los que el penitente ausente buscó refugio y entereza cuando supo que su final estaba cerca.

Nazareno Ausente

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