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VERSO SUELTO

Esclavos felices

Se paseaba por el Patio de los Naranjos con la mirada extraviada en un teléfono que sostenía con una vara metálica

LUIS MIRANDA

Hay momentos en que el objeto parece dominar a la persona que lo toma, como si la vista engañara y el ser humano no fuese más que un pelele sin más voluntad que lo dicte lo que tiene en las manos. Lo he pensado más de una vez con los fumadores compulsivos, dominados por la nicotina que no pueden dejar de consumir ni cuando quieren meter el coche en un aparcamiento minúsculo, y desde luego por los compradores que se marchan con bolsas de cosas que apenas necesitan. Desde hace unos días no paro de pensar en aquel coreano al que vi obedecer las órdenes inescrutables de un teléfono que sostenía con una vara de metal.

Digo que era coreano por intuición, aunque no soy tan perito como para jurar que no era de Tokio, y desde luego el tiempo me enseñará que también habrá gente de Santa Marina y de Cañero que repitan la escena, pero este turista asiático era el primero que veía. Tenía la mirada extraviada que se ve en algunos norcoreanos desdichados ante los extravíos asesinos de su grotesco líder, pero a diferencia de estos presos en su país, él estaba cautivo por voluntad propia. Se paseaba por el Patio de los Naranjos y doy fe de que no miraba admirado la proporción sugerente y prometedora de los arcos intuidos, ni la torre como un mascarón de proa, ni siquiera la luz de la mañana clara y casi primaveral entre las hojas de los árboles.

Caminaba ensimismado, como si el aparatito le diera las órdenes de que no mirase nada de lo que tenía a su alrededor, que seguramente visitaba por primera y última vez en su vida, y cumplía con los mandatos de grabarse en vídeo mientras recorría sin mirar más allá de su pantalla el que muchos consideran uno de los edificios más armónicos, sublimes y fascinantes del orbe. No se le vio asomarse a las portadas ni espiar el misterio de las cruces entre la suntuosidad de oriente y el fundamento de Roma, escritos en la historia del sitio que con todo el misterio gusta de mudarse de Mezquita a Catedral cristiana sin previo aviso.

El turista dio unas cuentas vueltas como un autómata, sin estar pendiente más que de sus objetos y luego lo plegó para entrar, aunque es de suponer que dentro el teléfono lo volvería a hipnotizar y no se le perdió el alma, si la tenía, en el abismo insondable de las columnas que parecen no tener fin, en el silencio donde casi se escucha la voz de Algo más grande o en los arcos de Villaviciosa que enmarcan el delirio bizantino del mihrab. No era distinto de otra turista, esta vez española, que delante de una de las celosías se hizo una foto a sí misma con escorzo como de figura cubista y gesto de Munch, y que nadie sabe si después servirá para algo más que para amenazar a los niños si se portan mal. Sería capaz de comprender una reacción violenta de los amigos del asiático que tengan que soportar el vídeo del fulano paseando y sin mirar la maravilla que tiene ante sí.

Son las estampas que se han construido en esta época donde los objetos nacen sin la necesidad que estimula el ingenio para remediarla, donde la gente compra cacharros para hacer cosas que cuando eran analógicas nunca le habían llamado la atención, donde la simple presencia de algo en los medios de comunicación y la imitación de los demás ya obliga a hacerlo sin preguntarse la causa pero con cara de felicidad bobalicona. ¿Cómo no iban a dejarse manipular por historias falsas los que lo ven todo por una pantalla? Vienen días de rezar poco y hacerse muchos autorretratos, pero que nadie se engañe: en realidad el brazo extensible lo controla el teléfono, no el feliz esclavo que hace lo que le dicen en Internet y en la tele.

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