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Análisis

Gibraltar: por favor, no molesten

Desde 2002, España no negocia con los británicos ninguna fórmula para recuperar la soberanía

Gibraltar: por favor, no molesten EFE

LUIS AYLLÓN

El 21 de abril de 1987 un grupo de periodistas asistíamos en la Embajada británica en Madrid a una recepción ofrecida por los Príncipes de Gales durante su primera visita oficial a España, restañadas ya las heridas por aquella provocadora luna de miel en Gibraltar. Había expectación por conocer cómo se manejaba Lady Di en la corta distancia y que opinaba Carlos de Inglaterra sobre distintos temas de actualidad. En un determinado momento, alguien preguntó al Príncipe si tenía miedo a un atentado de ETA durante su estancia en España. Con bastante lógica, Carlos respondió que no, que, en todo caso, él tendría que temer un atentado del IRA, pero que cuando una bala lleva el nombre de uno, no se puede escapar a ella.

Al recordar hoy aquellas palabras, que, por cierto, provocaron un gran revuelo en el Reino Unido, advierto que, casi cinco lustros más tarde, el IRA ha desaparecido y ETA, aunque aún no lo ha hecho, agoniza. Pero hay algo que no ha experimentado cambios relevantes, como reflejan las palabras del Príncipe de Asturias: el contencioso de Gibraltar.

Cuando Carlos y Diana hicieron aquel viaje, se vivían unos momentos dulces en la relación bilateral: los Reyes habían realizado, un año antes, una histórica visita de Estado al Reino Unido e Isabel II de Inglaterra se preparaba para visitar nuestro país, en octubre de 1988. En ese marco, los Gobiernos de Felipe González y Margaret Thatcher habían suscrito, en febrero de 1985, los Acuerdos de Ginebra, por los que Madrid y Londres abrían, por primera vez en tres siglos, la discusión sobre la soberanía de Gibraltar, mientras se producía también la apertura de la Verja.

Lejos de una solución

Meses más tarde, España, ya aliada del Reino Unido, por su pertenencia a la OTAN, se convertía también en su socio, al entrar en la Unión Europea. En ese contexto, se pensaba que resultaría más fácil encontrar una solución a la eterna disputa. La realidad ha demostrado, sin embargo, que el asunto está lejos de ser resuelto. La presión española desde entonces ha sido intermitente; la colaboración británica, bastante deficiente; y la resistencia de los gibraltareños a cualquier dependencia de España, numantina.

Las distintas fórmulas barajadas a lo largo de estos veintiséis años terminaron encallando, más tarde o más temprano, mientras se alternaban desde los Gobiernos españoles políticas de apertura con políticas de firmeza hacia los gibraltareños. El último intento, y quizás el que llegó a tener un mayor grado de avance, se produjo en 2002 cuando los ministros de Asuntos Exteriores, Josep Piqué y Jack Straw, pactaron el establecimiento de una cosoberanía para Gibraltar que concedía una amplia autonomía al Peñón. El masivo rechazo de los habitantes de la colonia al acuerdo lo archivó definitivamente. Los «llanitos» tenían bastante con una dependencia; no querían sumar otra más.

Desde entonces, para consuelo y tranquilidad de los británicos, ni una palabra de molestas reclamaciones de soberanía, porque Zapatero, influido por el ministro Moratinos, optó por poner en marcha un tren —el Foro Trilateral de Diálogo— que pretendía ir a ese destino, pero con tantas paradas previas que nunca terminará su viaje. Hoy, ese convoy, con el que se quería crear, a través de la colaboración, un clima de confianza de los gibraltareños hacia España, ha terminado en una vía muerta. El ministro principal de Gibraltar, Peter Caruana, invitado a sentarse a la mesa, en pie de igualdad, para tratar asuntos de cooperación, ha terminado por subirse a las barbas del Gobierno español, queriendo negociar cuestiones que tocan a la soberanía y que sólo son competencia de Madrid y Londres.

Es el triste resultado de esa especie de adanismo que el Gobierno ha practicado en su política exterior, del desprecio a todo lo hecho hasta su llegada y de arriesgadas iniciativas con las que se mostraba convencido de que, en seis meses, iba a arreglar el problema del Sahara, transformar la dictadura castrista en una democracia o convencer a los gibraltareños de que en ningún sitio estarán mejor que en España.

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