El plebiscito
Lleva cuatro meses diciendo que quería evitar la repetición de las elecciones y todos coinciden, desde una punta a la otra del arco parlamentario, que nunca hizo nada para conseguirlo

Si algo ha quedado claro durante estos meses de diálogo de besugos entre los actores de la cosa pública es que a Sánchez no le gustaron los resultados de las elecciones del 28 de abril. Los votantes no anduvimos finos. No hablamos con la suficiente ... claridad. El veredicto de las urnas fue un susurro átono que no convenía escuchar por el bien del país. En esos casos de enajenación colectiva, lo que un estadista de su talla está obligado a hacer es darnos a los votantes equivocados la oportunidad de que saquemos la pata y votemos como Dios manda. Y lo que Dios manda es que le votemos a él.
Cualquier otro resultado que no le de la oportunidad de tener un Gobierno estable y monocolor nos condenará a prolongar este marasmo infertil en el que llevamos inmersos desde que los españoles tuvimos la pésima ocurrencia de abrirnos a apuestas novedosas. O admitimos nuestro error y corregimos el voto o seguiremos atrapados en la cabina del ascensor.
En cualquier país medianamente serio, ese discurso bravucón de de chulo de barra —o yo o el caos— merecería un castigo ejemplar. Y aún más si viene precedido por una trayectoria de embustes como la suya. Todo empezó con la moción de censura, que según dijo abría el paso a un Gobierno provisional que se comprometía a convocar elecciones a la mayor brevedad posible. A partir de ahí, lo único breve fue su compromiso. Sus hechos y sus dichos se disociaron .
Por un lado se le llenaba la boca defendiendo la unidad de España y por el otro acompañaba a los independentistas hasta las puertas del pacto de Pedralbes. Por un lado ponderaba la fructífera colaboración con su socio preferente y por el otro maniobraba para mantenerse de él lo más alejado posible.
Lleva cuatro meses diciendo que quería evitar la repetición de las elecciones y todos coinciden, desde una punta a la otra del arco parlamentario, que nunca hizo nada para conseguirlo. ¿Por qué habría que votar a un iluminado que se cree más listo que los votantes y que ha hecho de la mentira su técnica de supervivencia? Y sin embargo, los pronósticos auguran que el 10 de noviembre saldrá reforzado. La única duda es si ese refuerzo será suficiente para que pueda cumplirse su deseo de gobernar en solitario .
Que no contempla otra opción lo dejó meridiano en La Sexta: la coalición con Podemos no le dejaría dormir, el apoyo independentista sería indeseable, la hipótesis de un pacto con Ciudadanos es ciencia ficción y el PP vive en otro planeta. No hay más remedio que cuadrarle las cuentas para su acción salvífica pueda librarnos de las acechanzas de los enemigos, que son todos menos él. Ese es, poco más o menos, el planteamiento con el que han diseñado los cabezas de huevo del PSOE la campaña electoral que se avecina. O le confiamos el mando de la nave o seguiremos dando tumbos por el vacío espacial. No sé si en Ferraz se dan cuenta, pero lo que late bajo las condiciones de ese desafío a los electores es el pulso de un plebiscito en toda regla . Lo que está en juego no es si Sánchez mejora un poco su resultado electoral, sino si lo mejora lo suficiente para que su demanda de un Gobierno monocolor, presidido por él, pueda llevarse a la práctica.
¿Pero qué pasa si los ciudadanos no le damos lo que pide? ¿Y si a pesar de tener un resultado ligeramente mejor que el del 28 de abril las fórmulas de gobierno siguen pasando por combinaciones que le impidieran dormir a pierna suelta? En la rueda de prensa del día de autos, un periodista le preguntó si dimitiría y él le miró con ojos asesinos. Pincho de tortilla y caña a que si hubiera podido le hubiera fulminado allí mismo. ¡Qué atrevimiento! Pero esa era, justamente, la cuestión. Cuando un político se somete a un plebiscito tiene que aceptar las consecuencias. O lo gana, o se va. No hay término medio.
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