Ni hablar del peluquín
Paco Rabal pasó de sufrir brutalmente por su calvicie, que le llevó a ponerse un peluquín muy delator, a reírse de ella sin rubor. Lo cuenta Jesús García de Dueñas en «Ronda del Gijón», de Marcos
Paco Rabal pasó de sufrir brutalmente por su calvicie, que le llevó a ponerse un peluquín muy delator, a reírse de ella sin rubor. Lo cuenta Jesús García de Dueñas en «Ronda del Gijón», de Marcos Ordóñez: uno de sus chistes favoritos era «entrar en los sitios y saludar quitándoselo como quien se quita un sombrero». No es extraño que Paco Rabal sufriera por su pérdida de pelo, porque buena parte de los hombres sufre cuando su cabeza se pela. Remedios para disimular la calvicie ha habido desde los egipcios, y se han ido progresivamente tecnificando, sin llegar a perder del todo su aire postizo y cutre.
Como calvo, y calvo orgulloso, siento cierta vergüenza, edulcorada con un inmediato punto de ternura, cuando veo hombres con peinados «cortinilla», hombres con bisoñés, apliques que tienen una tendencia chusca a desplazarse hacia los ojos, hombres con implantes capilares u hombres que se han aplicado tinte en spray en sus zonas claras. Sin duda, tienen bien domados los espejos de su casa.
No es raro que los calvos intenten disimular su calvicie. Una buena cabellera sigue siendo una buena garantía de éxito social, y así lo cuenta Malcolm Gladwell en su interesante ensayo «Inteligencia intuitiva». Es ese éxito el que hace que actores como Nicholas Cage tengan que trabajar mucho más con los pelos que con la interpretación.
Recientemente, los calvos sin complejos, liberados de la tiranía capilar, hemos dado un paso al frente con las cabezas despejadas y hemos conseguido que nuestras calvas, y ahora no estoy hablando precisamente de la mía, empiecen a resultar atractivas, sexies, interesantes.
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