«De ETA nada, esto es un golpe de Estado y lo estamos dando nosotros»
Manuel Martínez fue uno de los 158 guardias que entraron al Congreso con Tejero
Cuarenta años después, al ex guardia civil Manuel Martínez aquella extraña combinación de leche y anchoas le sigue sabiendo a gloria. «No había otra cosa en uno de los bares del Congreso. Y llegamos muertos de hambre».
Martínez fue uno de los reclutados aquel día para una misión imprecisa por orden del coronel Manchado, integrante de la conspiración, en el Parque de Automovilismo de la Guardia Civil, en Madrid. Manchado, condenado luego a ocho años de cárcel, convino con el sindicalista Juan García Carrés la adquisición de varios autobuses privados que partieron aquella tarde desde las instalaciones situadas en la calle Príncipe de Vergara con destino al Congreso de los Diputados y el difuso objetivo de «ir a por todas», según la arenga de uno de los capitanes que integraban el convoy, de los últimos en llegar al hemiciclo aquel lunes 23 de febrero.
Ese día, Martínez, de 21 años, había comenzado el curso de especialización para convertirse en motorista de tráfico del Instituto Armado, su aspiración desde que había ingresado en el Cuerpo en 1978. «Llevábamos horas sin probar bocado porque la comida de la cantina era muy mala», recuerda. «A primera hora de la tarde, cuando íbamos a comprar unos bocadillos, fuimos requeridos por un sargento para subir a los autobuses; después, un oficial nos mandó municionar nuestras armas».
La creencia entre los jóvenes alumnos de Tráfico es que se dirigían a enfrentarse a un comando de ETA. La radio, encendida por el conductor del vehículo, les ofreció las primeras pistas: la atropellada voz del locutor daba cuenta de cómo guardias civiles y policías –en realidad guardias civiles de carretera, con una uniformidad muy similar a la de la Policía Nacional– habían irrumpido en el debate de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo . El capitán desconectó la radio antes de que el pasaje pudiera escuchar los disparos efectuados por los primeros desplazados, la mayoría miembros de las demarcaciones de Tráfico de servicio esa tarde en Madrid. «Solo precisó que nos dirigíamos a la Carrera de San Jerónimo, donde estaban ocurriendo unos hechos muy graves». Con una idea vaga de que se trataba de una acción terrorista, fijaron un cordón de seguridad en torno al edificio de las Cortes antes de acceder a él.
«Lo que tenían estos»
Entraron al Parlamento sin unas órdenes claras. A la sensación de hambre, se unió de inmediato la de la incertidumbre más absoluta sobre qué iban a encontrarse dentro. En una estancia junto a la entrada se amontonaban decenas de armas. Un guardia civil llegado en los primeros compases de la intentona golpista las custodiaba: «Lo que tenían estos hijos de puta», les dijo, señalándolas. «Paco y ‘El Polilla’, los compañeros con los que formaba, pensamos que habían logrado neutralizar a los terroristas y que a nosotros nos dedicarían a supervisar el edificio una vez restablecido el orden. Con posterioridad, nos enteramos de que aquellas pistolas eran las reglamentarias de los escoltas de los miembros del Gobierno, incautadas por orden de Tejero».
Las instrucciones seguían sin llegar. Se dirigieron por su cuenta a la biblioteca del Congreso para subir poco después a la tribuna de invitados. Cuando desde allí presenció qué estaba pasando en las bancadas, Martínez necesitó solo unos segundos para leer la jugada con toda nitidez: «Paco, de ETA nada, esto es un golpe de Estado y lo estamos dando nosotros».
A partir de ahí, al hambre y la incertidumbre se unieron el miedo: a ser recluidos en una prisión militar, a ser fusilados y, sobre todo, «a perder la condición de guardias civiles. Ese era el temor de los que estábamos allí obedeciendo órdenes».
Martínez, hoy concejal del PSOE en el Ayuntamiento de Alicante, miembro de una familia vinculada a la Guardia Civil desde hace cinco generaciones, tuvo conocimiento de la evolución de la asonada gracias a la lectura de teletipos que le facilitaba un compañero: «Fuimos comprobando cómo las Capitanías iban desmarcándose del golpe, salvo la de Valencia. Milans del Bosch era la referencia absoluta para Tejero y sus jóvenes oficiales, casi todos recién salidos de la Academia, quienes trataban de tranquilizarnos con mensajes de optimismo respecto al éxito del golpe. Para que no aflojara la moral, un periodista de la revista ‘Fuerza Nueva’ nos exageraba: ‘Tranquilos chavales, que de aquí salís de tenientes’». Otros, como el diputado Ernest Lluch, se dirigieron a ellos con tan buena intención como con cierto tono paternalista: «Éramos unos críos asustados».
El agente fue testigo de las idas y venidas de José Luis Aramburu Topete, director general de la Guardia Civil, y de José Antonio Sáenz de Santa María, al mando de la Policía Nacional, para tratar –en vano– de que Tejero ordenara detener el golpe.
Durante horas, Martínez y sus dos inseparables deambularon por el edificio en busca de algo que llevarse a la boca. Hasta que se toparon con la leche y las anchoas. «Me acordaré de ellas toda la vida». Saciada el hambre, el miedo y la incertidumbre quedaron conjurados tras permanecer retenidos unas semanas en el colegio de guardias de Valdemoro. «Solo se nos restituyó a los que no disparamos».