Perfil
Jesús Posada, el éxito del hombre invisible
El presidente del Congreso tiene una pasión por el poder casi funcionarial, como hereditaria. Su padre fue alcalde y gobernador civil
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La frase más célebre de Jesús Posada Moreno, aunque tal vez no fuese original suya, la pronunció cuando era miembro del Gobierno Aznar, que lo fue en dos carteras: «Nunca han echado a un ministro por no hacer nada». Así, como la luz por las ventanas, ha pasado por la vida pública este hombre afable, reposado, buen conversador, alérgico a la bronca, el ruido, la competitividad y los líos: una versión soriana de su amigo Mariano Rajoy, con quien comparte, además de la afición por charla y -antes- por los puros, una visión de la existencia relajada y paciente, refractaria a la tensión del conflicto. Le separan del presidente el instinto de poder y la pasión por la política, que en Posada es más bien una inclinación funcionarial y como hereditaria, dinástica; su padre fue alcalde y gobernador civil y él mismo pasó su infancia en esos caserones palaciegos, como el del Temple en Valencia, llenos de cortinajes y retratos de próceres, donde los guardias se cuadraban ante el niño que correteaba por los pasillos.
Templado y discreto
Hombre poco ambicioso, discreto y tranquilón, ha hecho carrera a base de eludir problemas y colocar su esqueleto alto y grandote de perfil ante esas tormentas huracanadas que suelen barrer la política. Tal vez por ese talante templado y discreto, parsimonioso y contemplativo, Rajoy lo eligió en 2011 para presidir el Congreso en una legislatura que se presumía difícil aunque entonces era impensable aventurar la turbulenta fobia social que iba a abrasar la reputación de la política. «Vaya favor que nos ha hecho Mariano al no nombrarnos ministros», le dijo entonces a su colega del Senado, Pío García Escudero, intuyendo el desgaste abrasivo de un Gabinete condenado a las decisiones antipáticas que él siempre ha rehuido.
En la alta hornacina de la Cámara dirige con apaciguadora e inalterable cachaza los ásperos debates de un tiempo envenenado de malestares que parecen rebotar en su invisible armadura de hidalgo castellano. En privado suele desplegar una divertida y distante socarronería, un humor de ironía amable y autosatisfecha desde el que contempla de forma desapasionada los avatares críticos de su propia causa. En los peores momentos del ajuste socioeconómico, cuando las medidas del Ejecutivo distanciaban a sus bases electorales, se le oyó acuñar otra de sus burlonas sentencias de benévola parodia casinaria: «Me han dicho que en Soria hay un votante al que todavía no hemos fastidiado; que no se confíe porque lo estamos localizando».
Con ese carácter sosegado, inocuo, desapasionado y transparente, ha construido una biografía de honores que solo puede acumular un hombre sin enemigos, y ha colgado en la galería del poder varios retratos como los que decoraban las solemnes paredes de su niñez. Presidente de Castilla y León, ministro de Agricultura y de Administraciones Públicas, diputado y presidente de las Cortes, tercera autoridad del Estado. Su clave es no tener ambiciones, o no mostrarlas; alejarse de conspiraciones e intrigas, poner buena cara en malos momentos y disponer de la misma intuición para situarse en el sitio adecuado en el momento oportuno como para esquivar -como esta semana en la polémica sobre los ciberjuegos de Celia Villalobos- los lugares peligrosos y los instantes comprometidos. Tampoco le han estorbado su vieja, leal amistad con Rajoy y su probada disciplina de partido.
Silenciosa prudencia
Quizá la próxima legislatura, que se intuye convulsa y difícil, requiera en el sillón del Congreso una personalidad menos porosa y más acostumbrada a remar en oleajes crecidos. Si eso sucede se dará sin problemas por amortizado y se retirará con la misma silenciosa prudencia con que llegó para colocarse en plena disponibilidad de destino. Con tal discreción que cuando se vaya habrá que mirar en las hemerotecas o consultar las actas para cerciorarse de que ha estado.
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