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En la muerte de Suárez

La convulsa historia de UCD: volaba más alto entre los dardos

Entre todo aquél batiburrillo, donde se mezclaban propagandistas de Acción Católica, falangistas convertidos, liberales de siempre y socialdemócratas de última hora, puede que el más idealista, y, sin ninguna duda, el más imaginativo, el más osado y el más audaz, fuera Adolfo Suarez

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por luis del val

En aquella UCD, que en lugar de Unión de Centro Democrático podría haberse denominado «Unión de Conglomerados Diversos», Adolfo Suárez tenía la fama de ser hábil y pragmático, pero a medida que ha pasado el tiempo, y miras hacia atrás, sin ira y sin nostalgia, adviertes que quizás, entre todo aquél batiburrillo, donde se mezclaban propagandistas de Acción Católica, falangistas convertidos, liberales de siempre y socialdemócratas de última hora, puede que el más idealista, y, sin ninguna duda, el más imaginativo, el más osado y el más audaz, fuera ese Adolfo Suarez que los demócratas recién escudillados, que veníamos de coquetear con la Junta Democrática, observábamos con suficiencia adolescente, cuando era él quien nos había dado el carnet de diputados, y el que nos había sacado del anonimato.

Se lo dijo, alto y claro, Emilio Attard, un valenciano sabio y agudo, durante una de esas reuniones «ucedianas» celebradas en esta ocasión en el Eurobuilding: «Presidente, tú nos has hecho diputados, pero nosotros te hemos proporcionado la legitimidad democrática de la que carecías». Y Adolfo escuchó sin una alarma, porque sabía que era verdad. Lo que no sabíamos nosotros es que sin él hubiéramos permanecido en la marginalidad política, y que era algo más que un tipo listo. Para neutralizar un Ejército con tendencias autoritarias y tentaciones golpistas; para desmontar los demonios y los miedos de la memoria histórica, nada ficticios; para embridar a un Partido Comunista, que era el único con infraestructura en todo el territorio y fuera de él; para soportar la carga de plomo y sangre de una ETA sanguinaria que cada semana servía un presente de ataúdes y dolor; incluso para detener una inflación del 17% era necesario algo más que listeza, porque eran labores en las que se requería tanta inteligencia como idealismo.

Hace 37 años el idealismo de Adolfo Suárez pasaba inadvertido, porque cada día había que inventarse el presente y poner la primera piedra del futuro, pero con el pragmatismo a secas no se lleva a cabo una labor tan difícil como delicada, que salió bien, pero que pudo salir mal, y en estos años del siglo XXI habría catedráticos de Historia Contemporánea que nos explicarían porqué salió mal. Adolfo Suárez no estuvo solo, por supuesto, como ninguna gran personalidad está siempre solo, pero fueron los pragmáticos auténticos del regate a corto plazo, los que, cruzado el Rubicón, comenzaron a hacer los cálculos de la vieja, las maniobras para derribar al Julio César que había hecho posible la hazaña, y los que tejieron con prisas pero sin pausas un enorme cordón de soledad que le llevó a la dimisión, y no porque le faltaran ilusiones, ni siquiera idealismo, sino porque los jefecillos de los reinos de taifas, estaban encerrados en el reparto de listas y puestos.

Y es que, Adolfo Suárez, que había conseguido incluso que la izquierda aceptara la bandera de siempre, que no la de Franco, no pudo lograr que la UCD fuera un partido, y, a pesar de que ante notario los virreyes renegaron de sus siglas, siguieron ejerciendo de capos de sus respectivas tribus y anteponiendo sus intereses de grupo a los del país. Los demócratas de toda la vida, los del limpio historial antifranquista, los que no habíamos tenido nada que ver con la Secretaría General del Movimiento, nos comportamos, a la postre, de manera más cicatera y menos generosa que Suárez. Y mientras discutíamos de listas y de cuotas de poder doméstico, por debajo de nosotros había peligrosas tormentas de las que no sabíamos nada.

Amenaza golpista

Hubo incluso un serio intento de golpe de Estado que fue desmontado dialécticamente por un general, cuyo nombre desvelaré cuando me den permiso. Aquel general vino a decir: «De acuerdo: un golpe de Estado no es nada difícil, y será un éxito contemplando a las personas que aquí estamos. Pero, al día siguiente, hay que gobernar. ¿Quién va a ser ministro de Asuntos Exteriores, quién se va a hacer cargo de la cartera de Educación, de Agricultura, etcétera? Y, sobre todo, ¿qué hacemos con el Rey? ¿Lo ponemos en la frontera o lo encarcelamos?».

Aquellas palabras fueron como un disparo a la línea de flotación del cuartelazo, y cada uno «fuese y no hubo nada». De todo esto sabían algo el general Gutiérrez Mellado, el Rey y Suárez, mientras los barones de la UCD discutían sobre la piel de un oso, que muy pronto pasaría a manos del PSOE. Contemplando sin melancolía y con objetividad aquéllos años en los que, sin saberlo, vivimos más peligrosamente de los que creímos, está claro que la figura de Adolfo Suárez se acrecienta, que la anécdota de su simpatía personal y de su enorme seducción en la corta distancia pasa a un merecido segundo plano, porque hoy observas, con la claridad que entonces no poseías, que Adolfo Suárez siempre fue el que voló más alto.

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