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Enrique Beotas : Un promotor de amistad
El director de ABC, Bieito Rubido, rinde su particular homenaje al periodista

Suele ocurrirnos: creemos que sólo se mueren los demás, como le sucedía a Iván Illich, el personaje de Tolstói. Ni nosotros ni los nuestros nos vamos a ir nunca. Hasta que, cuando menos lo esperas, te golpea ese mazazo que supone que alguien lleno de vida la pierde en un instante. El accidente de tren del pasado miércoles en Compostela nos vino a recordar de nuevo la fragilidad de la condición humana. Lo imprevisible de la muerte. Todos nos morimos un poco en esa trágica tarde, víspera del que debía ser el gran día de fiesta para Galicia. Me gustaría recordar a todas y cada una de las víctimas de este desgarrador suceso. Y quiero hacerlo, en particular, en la figura de Enrique Beotas. A través de estas líneas en memoria suya, deseo homenajear y compartir el dolor por quienes se quedaron entre esos vagones cargados de historias, sueños, sentimientos y planes de felicidad.
Todavía me tiembla el pulso al tratar de escribir sobre Enrique. Era periodista. Era mi amigo. Si la muerte sigue siendo algo incomprensible para los vivos, la de Enrique resulta aún más difícil de asumir. Estaba en su plenitud. Más creativo que nunca, con su desbordante vitalidad redoblada. Y no deja de ser una paradoja que haya ido a fallecer en Galicia, la tierra que tanto amaba, a pesar de tener su cuna en Ávila. Él mismo solía recurrir al lugar común de que los gallegos nacemos donde nos da la gana. Era «bo e xeneroso». Hiperbólico en el mejor de los sentidos.
Su pasión por Galicia brotó en los años ochenta, cuando comenzó a acompañar a Manuel Fraga en sus interminables viajes por el Noroeste. Solía fantasear con una infancia brumosa de veraneos en Cariño. Tomó del fundador del PP un caudal ingente de conocimiento, pero sobre todo aprehendió el espíritu misterioso y complejo de la personalidad gallega, expresada en barrocos arabescos verbales. A partir de ahí, se autodenominó «Landrás».
Beotas era un promotor de la amistad. A muchas de las personas buenas que conozco me las presentó él. Sabía y aplicaba bien los mandamientos y el significado de la palabra amigo. Exigía lo mismo. Era exigente, hay que reconocerlo. El aire suave del atardecer del verano gallego le embriagaba. Un día, le hablé del viento Favonio, esa brisa de color azul que sopla con suavidad por la sierra de La Capelada. Desde entonces, Enrique no hizo otra cosa que recordarme esa versión galaica del Céfiro. Era muy persistente. No cejaba nunca en sus empeños. Los perseguía con pasión y devoción.
A diferencia de otros muchos, Enrique detectaba pronto a sus enemigos. Solía tenerlos localizados. Claro que los había. Porque no dejaba indiferente a nadie. Sabía lo que de verdad importa. A estas alturas de la vida, había llegado ya a muchas síntesis y, en el camino, que en su caso era ya de vuelta, se había despojado de todo lo superfluo.
Persistente, creativo, exigente, vitalista, entusiasta, hiperbólico, barroco... Beotas no abandonaba aquello en lo que creía. Por ejemplo, la tan invocada «Sexta provincia de Galicia». En ella, empadronaba personalmente a todos los gallegos que triunfaban lejos de su tierra. Dibujó ese espacio virtual en el cual los nacidos en Galicia podían verse en el espejo de la excelencia. Su creatividad lo llevaba a tomar constantemente iniciativas, sobre todo en el campo de la comunicación. Enumerarlas me haría sobrepasar el espacio del que dispongo. Pero, más allá de su meritoria obra, lo que de verdad me importa del recuerdo de Enrique Beotas es su franca amistad, el sincero amor a su mujer, Ana, y la debilidad y pasión por su hija, a la que también llamaron Ana.
Quienes lo conocimos a fondo apreciamos el valor de su fuerte personalidad. Un conjunto irrepetible de cualidades que lo convertían en un hombre ciertamente singular. Va a ser difícil no poder llamar a Enrique en determinados momentos. O entender los viajes a Mondariz sin él. O no tenerlo al lado en un acto de gallegos en Madrid. Somos muchos los que vamos a llorar su falta. Ya la siento, mientras compongo estos párrafos. Desde que supe que viajaba en ese tren que nunca llegó.
La amistad es una de las más bellas expresiones del ser humano. Que te quieran y que tú quieras. Él quiso con total intensidad. Así vivió. Por eso, ha pasado a ser una de esas pocas personas que permanecen vivas para siempre entre nosotros. Puede parecer excesivo, pero Beotas para sus amigos será una leyenda. Lo escribo en su homenaje, porque lo conocía bien y porque sólo él y yo sabemos lo que el cálido sol del Caribe puede hacer crecer el embrión del cariño; ese afecto inmenso que desde ahora mismo entrego a sus dos compañeras del alma: a su mujer, Ana, y a su hija, Ana Beotas. Y lo escribo también para personalizar en su figura el abrazo que en realidad queremos dar a quienes perdieron la vida en ese tren. Maldito tren.
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