Real Madrid - Borussia Dortmund, final de Champions
Historia que tú hiciste
Uno empieza a pensar que el Madrid ganaría finales de copas de Europa aunque saliera a jugar Chendo con los utilleros. Y en parte es cierto, empieza a ser ridículo negarlo
Celebración del Real Madrid como campeón de la Champions League, en directo: recorrido del autobús, llegada a Cibeles y última hora hoy

Algún día tendrán que jurarnos que lo que hemos vivido es cierto, que no ha sido un sueño, ni una alucinación lisérgica ni un cantar de gesta; que lo que hemos protagonizado no es una Odisea postmoderna, ni la historia mágica de una realidad paralela ... ni uno de esos cuentos que los más viejos de la tribu cuentan a los jóvenes junto a la hoguera, los días fríos, para motivarlos antes de salir a cazar, exactamente igual que un día otros hicieron con ellos. Yo no descarto que en el futuro volvamos a las cuevas. Pero, si lo hacemos, en las paredes no encontraremos bisontes sino la cara de Vinicius, a cuyos pies realizaremos ofrendas, rituales, sacrificios. Y a su lado a Carvajal entronizado, esculpido en hilo de oro como la deidad de una tierra vieja y olvidada. Y los niños llevarán en su corazón amuletos con el rostro de Valverde. Y monedas con Kroos montado a caballo. Y los días de fiesta llevarán trenzas como Camavinga.
Uno empieza a pensar que el Madrid ganaría finales de copas de Europa aunque saliera a jugar Chendo con los utilleros. Y en parte es cierto, empieza a ser ridículo negarlo. La experiencia y la observación son los padres del método científico. Y el hecho de que no encontremos una explicación no significa que no exista. Hay algo, definitivamente hay algo en todo esto que trabaja a nuestro favor. Podríamos considerar que el escudo es 'dopping'. O quizá es el himno de Jabois, que, por cierto, se lo sabe hasta el corresponsal de France 24 que me tocó al lado y que era más del Madrid que Sanchís. O puede que simplemente tras ese aparente caos descanse un plan perfecto que nadie ha sabido descifrar. Hasta hoy, día en el que es posible que lo hayamos descubierto. La cosa funciona más o menos así: Ancelotti sabe que antes o después tiene que hacer cambios. El entrenador rival también, pero decide esperar a que el Madrid mueva ficha para saber a qué se enfrenta. En este 'impasse' el equipo rival se viene abajo físicamente, momento que el Madrid aprovecha para volver el partido loco, sin táctica, orden ni concierto, que es, por supuesto, como nos gustan a nosotros las cosas. Y en ese intervalo -«ya corre la saeta, ya ataca mi Madrid»- llega un momento preciso en el que todo el estadio sabe que está ganado, que es solo cuestión de tiempo que el Madrid marque. Se percibe, es un hecho, no existe duda. Y sucede, claro. Un gol, dos, tres: los que haga falta. Es en ese momento cuando el otro equipo hace cambios y Ancelotti mueve el banquillo para contrarrestarlos. Y ya está, eso es todo, una preparación física extraordinaria y una sangre, la de Carletto, que tiene anticongelante y sacarosa. O a lo mejor nada de esto es cierto y realmente se trata de Dios, yo ya no lo sé.
Y eso que esta vez el Madrid tuvo el enfrente a un rival que le puso contra las cuerdas durante toda la primera parte, con un juego descarado y atrevido como el fútbol de juveniles. Había llenado el Borussia la ciudad de camisetas amarillas y su afición -ejemplar en todo momento- apabulló en el estadio con cánticos, banderas y una estética ochentera que daba gusto verla. Salió a jugar con un plan rudimentario y efectivo, como si hubieran decidido que la vida es solo una partida de la 'play' en la que gana el que corre más que el otro. Y cuando todo parecía indicar que esta vez sí -es decir, que esta vez no-, pasó lo de siempre, ya saben, un ligero olor a gacela herida que llama la atención de los leones, los chacales, las hienas y todas las bestias de la sabana, especialmente las zurdas, que se tiran al cuello del herbívoro con toda la cadena trófica de su parte. Y ahí, en lo alto de la pirámide alimenticia se para el Madrid a mirar sus dominios, como Rodrigo de Triana en el mástil de la Pinta. Si hubiera necesitado meter cuatro goles los habría metido. Porque Ancelotti ve cosas que los demás no vemos. Y el preparador físico -alabado sea Pintus-, inventa músculos donde el resto solo tenemos lamentos. Y entonces ya da un poco igual y el ambiente se llena como de feromonas que dejan claro quién manda.
Y es el Madrid, que nunca se había presentado a una final con tanta cautela como esta. Me temo que tan perverso es no respetar al rival como respetarle demasiado. Y eso es exactamente lo que sucedió en una primera mitad de agarrotamiento mental y anímico, como si inventar pases, encarar cada uno a su par o simplemente lanzar a puerta fuera una falta de deferencia; como si ir a por el partido fuera precipitado y sufrir un poco fuera obligatorio para mostrar madurez; como si lo correcto fuera estar muy ordenados y esperar un poco para que nadie piense que esta vez podría ser fácil. Puede que hubiera también algo de miedo, ya lo dijo Ancelotti: «¿Cómo no vamos a tener miedo si estamos cerca de ganar la Champions? Hasta los equipos legendarios tienen miedo». Se inventaba así otra manera de afrontar finales, la del miedo como canalizador de la victoria, la de la honestidad de veinticinco seres humanos que sufren como usted y como yo, la de ganar Copas de Europa desde la humildad del verdaderamente grande y no desde la arrogancia del aspirante. Y surgió efecto precisamente en Wembley, lugar en el que el Madrid aun nunca había levantado la Copa. Lo hizo Nacho, que junto a Kroos, Modric y Carvajal alcanzan a Gento en lo más alto de la historia, que podemos calificar 'La historia interminable'. O 'Hijos de un Dios mayor' o 'La leyenda del indomable'. O quizá del fin de una era que contaremos a nuestros nietos junto al fuego, explicándoles de qué iba «la historia que tú hiciste» rodeados de amigos, periódicos y fotos de cuando fuimos los mejores.
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