ATLETISMO

Londres 2012: La final de Bolt, vértigo inolvidable a 900 euros

Desde los espectadores que pagaron la entrada más cara a los invitados, todo el estadio contuvo la respiración para no olvidar la hazaña del jamaicano

Londres 2012: La final de Bolt, vértigo inolvidable a 900 euros AFP

DAVID ÁLVAREZ

Un estadio esperando una final olímpica de 100 metros es como un submarinista a punto de arrojarse a por un récord de apnea. Es necesario coger aire para sumergirse en el océano, también en una emoción colectiva de más de 70.000 personas . El aire para el camino hacia el fondo de ese vértigo es una bocanada de silencio antes de la inmersión. “Y ahora la final de los cien metros lisos masculinos”, anuncia el locutor. Y lanza el ritual: “Sssshhh”.

Pero no resulta sencillo el silencio arrancado a la excitación del presentimiento de algo extraordinario. La tensión que mata Justin Gatlin abajo con una febril caminata arriba y abajo sobre la pista roja, estalla en las gradas en grititos aislados. No vale ese silencio roto. La masa, que no soporta una emoción fragmentaria, se lanza sobre los débiles. Otro SSSSSHHSSHSHS, esta vez de a pie, recorre el estadio, saltando de las butacas de todas las esquinas . Otras mil bocanadas para saltar al fondo de la emoción de un mito. A la vez. Como cogidos de la mano. Un instante detenido.

Y en el salto hacia el fondo, a esa brevedad inexistente enseguida hasta cuatro años después, el disparo. Enciende una llamarada que atraviesa la recta mientras la grada recuerda que ha venido a asombrarse. Suelta el aire y persigue el relámpago con un rugido creciente, punteado de flashes fotográficos. Alcanza Bolt el otro extremo de la recta y el rugido es un chillido , liberadas las 70.000 expectativas con el último empujón de pecho del fenómeno jamaicano.

“Quiero que me recuerden para siempre”, había dicho Bolt días antes de entrar al estadio. Quienes habían ido a verle también querían recordarlo para siempre. De ahí la respiración contenida, el parón mental justo antes de algo que no se quiere perder.

Sucedido el prodigio, el récord olímpico, el aire entre Bolt y los demás atribulados, el descanso. “¡Usain, Usain, Usain!”, girando alrededor del estadio antes de que él lo recorriera también cubierto con la bandera jamaicana. Recogía al pie de las gradas los restos de la inmersión, jugando de nuevo, emergido él también de la profundidad que constituye un límite humano al alcance de una sola persona. Se divertía con gestos de ojos a la cámara, montando el arco, chocando las palmas , posando para fotografías con Blake, con Gatlin, con algún espectador de la grada baja.

El juego entre puñados de gente seria, con colchón suficiente para pagar los 900 euros que costaron algunas de las entradas más caras , para las que hubo más de un millón de peticiones. El divertimento ante cientos de personas que se apearon de cientos de BMW que llegaban al estadio desde tres y cuatro horas antes de la final. Miles de compromisos de empresas patrocinadoras pagados con una noche para el recuerdo. El sueño de una marca, el olvido imposible.

Ricos o casi ricos, o atrevidos apasionados, desfilando de vuelta a casa con una sonrisa infantil por algo irrepetible. Mientras, Bolt, el hacedor del instante a medias con la multitud, seguía en el estadio más de una hora después de cruzar la meta , intentando poner palabras ante los periodistas a aquello para lo que la grada se conformó con un alarido de fondo. Liberada después del viaje al fondo.

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