La montaña rusa atrapa al Chava
![El Chava, bebiendo durante una de sus épicas escaladas. ABC](https://s2.abcstatics.com/media/200204/08/web_28.jpg)
JOSÉ CARLOS CARABIAS
MADRID. «Cuando me veo bien, me veo cien veces mejor de lo que estoy. Pero cuando me siento mal, también me hundo cien pisos por debajo». Esta confesión, al calor de un café tras su rutilante éxito en la última Vuelta a España (tres etapas, la montaña, la regularidad), suena ahora a premonición, muy a su pesar. José María Jiménez, el popular Chava ídolo de masas, está enfermo. Ha sucumbido al desplome laboral de nuestros días, la depresión. La montaña rusa del todo o nada en la que se instaló hace tiempo el escalador abulense le ha conducido a un socavón que amenaza su futuro profesional.
Hace unos días, en Semana Santa, agarró su bicicleta de montaña y, sin una indumentaria reconocible, escaló el cercano puerto de Navalmoral. Ofició de globero anónimo. Regresó a su casa animado, con buenas sensaciones en las piernas. Se había despojado de las tensiones del ciclista profesional, probablemente el más popular de España, para lo bueno y para lo malo. Salió alegre de su chalet en las afueras de Barraco y echó una mano a su madre en el mesón que regenta en la calle principal del pueblo. Pocos días después intentó entrenarse de forma académica. Maillot iBanesto, bici Pinarello. Todo en regla. Quiso coronar la misma serranía de Gredos y volvió con lágrimas en los ojos. Los mismos síntomas de los últimos dos meses: impotencia, flojera, agobios, desazón...
Un chaval gordito
El yin y el yan, la cara y la cruz, el cielo y el infierno. Como diría el otro, y en dos palabras, la vida del Chava. «Un gran hombre con mala cabeza», resume Víctor Sastre, el hombre que le hizo corredor, propietario de una escuela ciclista convertida en cuna de campeones en Barraco. Hace diecinueve años le recibió en su factoría de sueños. Era gordo, una bola según recuerdan todos en el pueblo, pero muy valiente. Como ahora, extrovertido, muy simpático, carismático, de los que hacen grupo. «Era muy valiente, un vendaval que ganaba todas las carreras -rememora Víctor Sastre-, pero tenía un problema: le tiraba mucho la fiesta».
Ese cara y cruz le ha acompañado desde entonces. Lo supo José Miguel Echávarri cuando le fichó en 1989 para su desaparecido equipo de aficionados. El alma mater del Banesto se adelantó por un día a Pablo Antón, el mánager del ONCE, que llamó a las puertas de Jiménez cuando éste se acababa de comprometer verbalmente. Echávarri sabía que no contrataba a un hijo dócil: era una estrella con tendencia a la anarquía.
Amamantado a la sombra de Induráin -el único personaje al que venera-, Jiménez se descubrió como icono popular en la Vuelta de 1997. Persiguió victorias sin éxito en la montaña hasta que ya al final, en Los Ángeles de San Rafael, capturó una. Llegaron luego los pros y contras, sus cuatro etapas en la Vuelta 98 y su encarnizada pelea con su compañero Olano -«no entiendo un matrimonio en el que cada uno dice una cosa», cargó contra la pareja del vasco-, sus triunfos como escalador imparable y su trifulca con los directores del iBanesto en la Vuelta 2000 por un quítame allá esa lesión, su exclusión del último Tour por baja forma y sus tres victorias un mes después en la Vuelta.
Llegaba a 2002 con el sello de sus éxitos, con la esperanza de un gran Tour. Sus amigos ciclistas, con los que se entrena, confirman que el pasado invierno se había cuidado más que nunca. Ya tiene 31 años y acaba contrato. Todo iba sobre ruedas hasta que un día sin fecha, Jiménez le confesó a su novia la semilla de la enfermedad: «Ya no tengo ilusión».
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