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Faena de Morante en la Maestranza

Morante resume y sublima en Sevilla tres siglos de tauromaquia en su proclamación como dios del mundo terrenal

El torero de la ribera del Guadalquivir exaltó el arte de torear para lograr el primer rabo concedido a un matador en la Plaza de la Maestranza tras más de cincuenta años

En imágenes, Puerta del Príncipe de la corrida de Morante de la Puebla, Diego Urdiales y Juan Ortega en Sevilla

Morante: «Ha sido un inicio de temporada muy duro y se ha marcado un hito. El esfuerzo mereció la pena»

Morante de la Puebla fue paseado sobre los hombros de sus partidarios hasta el Hotel Colón Juan Flores
Jesús Bayort

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Aguantaba el crepúsculo de la tarde para enseñarle al mundo entero cómo se asomaban al Guadalquivir, en una apoteósica procesión por el Paseo de Colón, las siete letras de la historia de la tauromaquia. Que componen el nombre de Morante, que es de La Puebla del Río, de Sevilla, de Andalucía, de España y de todo el planeta de los toros. Un torero que encierra en sí mismo a los toreros fundacionales, a los de la Edad de Oro, a los de la contienda y a la contemporaneidad. Que hoy ha sublimado el arte de torear en una faena que pone la rúbrica al gran tratado del toreo, proclamándose desde este 26 de abril de 2023 como su dios terrenal.

Lo soñaba Morante de la Puebla, lo soñaba José Luque Teruel, lo soñaba Justo Hernández (artífice de este Ligerito) y lo soñaba la Maestranza, que enloquecía con la faena más pasional, artística y redonda de cuantas ha cuajado este dios del toreo en ella. Al que un osado Juan Ortega le clavó una espuela sobre su alma y soberbia torera, donde más le duele al genio, para despertar y lograr la cumbre de la historia de la tauromaquia. Un rabo que terminaría entregando a Rafael de Paula, que le contestaba: «Lo conseguiste, hijo mío».

Siempre Garcigrande

Ligerito, como todos los que saltaron con el hierro de Garcigrande —aunque anunciado y en propiedad de Concha (Domingo Hernández)— tenía la belleza cimera y la clase suprema, como escogido para esta comunión pagana, que tuvo poco de ligera y mucho de lenta, como profunda e intensa que fue, desde la gitanería barroca de Morante de la Puebla a la verónica, en una cascada incesante de lapazos calés, volviendo a caer las manos, ceñido a sus entrañas, con la plasticidad de Velázquez, con el ritmo de Bécquer. Al estilo de Sevilla. Con un personalísimo duende y encanto que hacían bellos los faroles inversos, las tafalleras, el capote de frente y por detrás. Todo en Morante tiene arte, porque Morante es la quintaesencia del arte.

Feria de Abril

  • Plaza de Toros de la Real Maestranza. Miércoles, 26 de abril de 2023. Tres cuartos de plaza. Presidió José Luque Teruel. Toros de Domingo Hernández (1º, 3º y 4º con el hierro de Garcigrande); el 4º, de nombre Ligerito, sublime, premiado con la vuelta al ruedo.
  • Morante de la Puebla, de turquesa y azabache. Estocada y descabello (ovación); estocada (dos orejas y rabo).
  • Diego Urdiales, de rioja y oro. Aviso entre dos pinchazos y estocada caída (palmas); estocada (ovación).
  • Juan Ortega, de rosa palo y oro. Pinchazo y media (ovación); pinchazo y descabello (silencio).

Ese toro merecía la vida. Como también mereció la muerte para que su nombre sea ya historia y eternidad junto al dios pagano del toreo, que le pidió de todo. Y Ligerito se lo daba, muy despacito con una clase inenarrable, siempre embistiendo con limpieza, sin un sólo cabeceo durante el transcurso de su embestida. Una genialidad a la altura del artista más genial. Que acariciaba el palillo con sus yemas, en la equidistancia entre el pico y el cáncamo, como mandan los cánones, como había toreado con el capote. Su conjunto, además de exaltar el arte, tuvo mucho de académico, cimentado en reglas y preceptos históricos, envuelto en una plasticidad superlativa.

En el momento en que esa espada entró en el hoyo de agujas todos conocíamos cómo sería el delirante desenlace, con un José Luque Teruel que llevaba tiempo proclamando su interés por recuperar esta concesión —más de medio siglo después del último rabo de Ruiz Miguel en una corrida de toros—, que en lugar de generoso pecó de extraordinario aficionado, aprobando en el campo una excelente corrida de toros, apostando por el animal que tiene mejores mimbres para embestir, aliándose con la masa popular, escuchando a los toreros, palpando el sentir de los aficionados. Señores políticos, no den más vueltas, ahí tienen al presidente que Sevilla merece. Uno, y bueno.

Nos quedamos sordos

A las 19.52 horas me anunciaba el reloj (poco) inteligente, con ínfulas antitaurinas, del peligro: «Entorno ruidoso. Los niveles de sonido superan los noventa decibelios. Exponerse a estos niveles de ruido durante unos treinta minutos puede provocar una pérdida de audición temporal». Acabaríamos sordos, porque ¿cuánto duraría aquello? ¿Cuánto duraron esos tres o cuatro lapazos que Juan Ortega le soltó a Púgil? Parecía difícil mejorar la obra capotera morantiana —ojo, la primera—, hasta que el de Triana interpretó la primera, que rompió todos los esquemas, las camisas, las gargantas… ¡Rompió el tiempo! Otro con el hierro de Garcigrande, que traía la bondad en su rostro, con el cofre de la clase suprema. Y Ortega se fundía con él, se fundía con Sevilla. Y espoleaba a un Morante que chaqueteó por chicuelinas para dejar una media a pies juntos que a alguno le pararía el corazón. Como le diría Camarón a Curro —al que solemnemente le brindó el siempre respetuoso Ortega—, «con verle (os) en un quite me sobra».

Y muchos creíamos haber amortizado la entrada en aquel momento. Con esa antología capotera de ambos en el tercer toro, después de lo que había hecho Morante con el primero —Chistoso, también guapo, en el podio de los mejores presentados de la Feria—, en un canto a la torería y despaciosidad, con lances más altos que en su cumbre postrera, pero no menos tremendos. Ya en el primero crujió Sevilla, que extasiaba desde el primero hasta el último en una sucesión de lapazos made in La Puebla del Río. Un derroche de la personalísima sinfonía morantiana, al compás de un reloj de arena. Era Sevilla, encerrada en un terno turquesa y azabache. Le echaba el capote con los puñitos cerrados, que abría en el encuentro. Parando el tiempo, remasterizando la Leyenda del Tiempo. Le dio fuerte en el caballo y lo terminó de desfondar en un entonado inicio, redondeando en su salida hacia los medios, quebrándolo por bajo y alto. La primera serie fue especial, menos apretada de lo habitual. Vertical, desmayado, con la mano libre (izquierda) caída, sin hacer de jarra. Una estampa muy de Cagancho, como cuando trataba de arrebujarse en los remates.

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