Muere Álvaro Domecq y Díez, el último caballero
Patriarca de la más importante dinastía de rejoneadores, amigo íntimo de Manolete y testigo directo de la tragedia de Linares, vivió por el toro y para el caballo

MADRID/JEREZ. Don Álvaro Domecq y Díez falleció ayer en su finca jerezana de «Los Alburejos» a los 88 años de edad. Desparece una figura señera en la historia del toreo del siglo XX: patriarca de la dinastía más importante y longeva de rejoneadores, ganadero y creador de un encaste propio como Torrestrella, alcalde de Jerez en los años cincuenta, presidente de la Diputación de Cádiz en los sesenta, amigo íntimo de Manolete, testigo de su muerte en Linares y albacea de su fortuna, vivió entregado a sus dos grandes pasiones: el toro y el caballo. El señorío y la caballerosidad marcaron su vida, tan templada como su voz o el galope de su jaca «Espléndida», aquella con la que en la posguerra quiso hacer olvidar en los ruedos los miedos del trienio bélico que le partieron su carrera de Derecho: su debut se había producido, por causas benéficas, justo antes del estallido de la contienda civil, en Santander, en agosto de 1934. Su «afición» a las obras de caridad se materializó en el Oratorio Festivo Domingo Savio, el colegio de Torres Silva -nombre del sacerdote al que consideró siempre «culpable» de su salto profesional a las plazas-, y también las Escuelas Rurales de Jandilla. Compartió cartel con las primeras figuras del toreo de la época: Pepe Luis Vázquez, Domingo Ortega, Pepe y Antonio Bienvenida y su gran amigo Manolete, sin olvidar la profunda admiración que sintió por Juan Belmonte. Tal era su devoción por el Pasmo de Triana que, cuando tocaba echar pie a tierra, imitaba incluso sus gestos en las vueltas al ruedo y, por supuesto, en el toreo de más puro calado belmontino: las fotografías sepias y ajadas por los años así lo atestiguan.
Respeto y «Don»
El respeto que le profesaron todos los profesionales del mundo del toro durante décadas se traducía en el «Don» con el que se le trataba desde todos los estamentos. Tal vez fuese el último «Don» del toreo con suficientes argumentos para merecerlo, el último caballero. Contaba su coetáneo Miguel Criado «El Potra», el irrepetible Potra, que una noche de campo y camastro Don Álvaro le preguntó por qué después de tantos años no le evitaba el tratamiento de usted y el «Don», a lo que Miguel contestó como el Séneca que era: «Porque no me da la gana».
En 1937, en plena guerra civil, murió su padre, Juan Pedro Domecq Núñez de Villavicencio, y al año siguiente contrajo matrimonio con María Josefa Romero, madre de su sucesor en los ruedos, su ojo derecho y su mano izquierda, Álvaro Domecq Romero -Alvarito por siempre en el cariño del orbe táurico- y de Fabiola.
A sus pasiones -caballo y toro- se suman dos aficiones: volar y escribir. La milicia en el Ejercito del Aire le enganchó por los aviones hasta tal punto que crearía con el tiempo el aeroclub de Jerez. La debilidad por la escritura vino al paso y, de colaborar con artículos para ABC, Blanco y Negro o la revista taurina El Ruedo, acabó escribiendo la obra «El toro bravo», editada por Espasa Calpe, y sus magníficas memorias a los 80 años, «Mi vereda a galope», publicada por la misma editorial. Entre 1996 y 1998 sucedió en la revista especializada taurina «Aplausos» a Vicente Zabala y, durante un par de temporadas, extendió su prosa campera, llana y sabia, de una manera semanal en torno al toro, el eje de su existencia.
Alquimista de la bravura
Don Álvaro Domecq fue un alquimista de la bravura con las sangres vazqueña, vistahermosa y parladé para crear un encaste propio como Torrestrella, una ganadería que ha hecho historia, preferida de las grandes figuras, como Paquirri, cuya fotografía cuelga en las paredes de «Los Alburejos» con una dedicatoria de agradecimiento a las orejas (doce más una) y rabos que ese año (1979) le había cortado en las plazas de Madrid, Bilbao, Sevilla, Huelva y Jerez. Don Álvaro brilló por encima de sus hermanos, grandes criadores también, (Juan Pedro, Perico y Salvador) y el tiempo, generoso en su concesión de años, le permitió ver y gozar sus «productos». No dudó en introducir técnicas innovadoras de selección genética o la inseminación artificial. Todo dirigido a la mejora de la bravura: duración, entrega, nobleza, casta.
Quien fuera resucitador del rejoneo en la postguerra, se retiró en Linares en 1949. El 1 de septiembre de 1960 le dio la alternativa a su hijo en El Puerto de Santa María y regresó también en 1985 para su despedida en Jerez. Y vio seguir la dinastía en sus nietos, Antonio y Luis. Un día escribió una frase que bien vale de epílogo: «He visto coronar con música la muerte gloriosa de un toro de raza y he sentido un coro de aplausos inaudibles e invisibles que corrían por mi sangre...» Sangre brava y noble la suya.
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