El «aquí mando yo» de Roca Rey en Granada
El peruano fue fuego en una tarde de frío y lluvia y salió a hombros en Granada; Ponce y Ortega cortaron una oreja a la interesante corrida de Daniel Ruiz

Nada arde como el frío. Y el gélido valor de Roca Rey abrasó los tendidos, helados bajo el cielo encapotado de Granada. Tras el aguacero, la gente se ponía chaquetas y bufandas en el umbral del verano. Hasta que Roca Rey fue el ... fuego que quemaba la arena.
Pronto y en la mano se puso a torear al sexto, que iba y venía escarbando y con aspereza. Con más genio que casta, este ‘Rebujito’ de Daniel Ruiz, que lidió una corrida con muchas notas de interés, no era un material sencillo de amoldar. Pero para bemoles, los del peruano. Valiente a carta cabal, apostó y aguantó parones de infarto. Roca acabó literalmente entre los pitones, aplomado y con valentía de acero, con desplantes mirando al tendido. Era su modo de decir: «Aquí mando yo». Rugía el Jaguar del Perú y rugía el personal, puesto en pie y ya con los pañuelos en la mano. Pero la estocada hizo guardia y todo quedó en una solitaria oreja.
Camino del triunfo grande iba también su faena al tercero, en el que se paladearon cuatro sentidas verónicas y media. Tras demasiadas carreras del toro, Roca Rey se lo pasó por el fajín en unas chicuelinas entre el silencio del suspense y el olé de la emoción. Con un estupendo galope, metía divinamente la cara este ‘Niñero’, lidiado por Juan José Domínguez , que milagrosamente reaparecía un mes después de su dramática cornada en Vistalegre, donde se alejó de la vida para acercarse a la muerte. A ella desafió Roca desde el prólogo, en el mismo platillo. Lanzó la montera que había colocado sobre las zapatillas y allá que acudió el de Daniel. Cortaron la respiración los dos pases del péndulo, sin moverse ni un milímetro. Temple y dominio, seda y látigo, desde la primera serie diestra. Humillaba el noble y enclasado animal, al que bajó cada vez más las telas y oxigenó con inteligencia entre tanda y tanda. El peruano no se inmutó ante las paradas del animal, mientras miraba al gentío como el que se toma un café, con apabullante valor. Esa manera de ser y estar, tan arrogante, llenaba el escenario. Cuando cambió al pitón zurdo, el prometedor ‘Niñero’ –más apagado tras tanta exigencia– quería embestir, pero se lastimó una mano y lo que iba para lío gordo se abortó. Una oreja se embolsó el limeño antes de la merendola. La furia estaba por llegar...
Otra había cortado Enrique Ponce del primero, al que saludó con suavidad absoluta. Aun sin apenas picarlo, renqueaba de los cuartos traseros, pero le aplicó la vacuna de la media altura y este ‘Corregido’ obedeció a los sutiles toques y duró más que las pilas del conejito del anuncio. Unos ayudados y una trincherilla abrieron la obra, de temple mayor por ambos lados. Jarreaba el cielo y allá que seguía el de Chiva, aprovechando la calidad del ejemplar de Daniel Ruiz. Hubo un cambio de mano enorme, molinetes y hasta chivinas. Con la ambición de un novillero, terminó con las rodillas por tierra e inauguró el marcador de la tarde.
Una eternidad estuvo delante del cuarto, que se había desplomado en varas. Luego se sostuvo en la faena poncista con su curtida técnica, entre algún guiño a Soria con la ‘A’ de Ana pintada en el ruedo. Empapado siempre de muleta, con mucha paciencia, logró pases interminables, como interminable fue su entregada labor al noble rival. Una trincherilla, un molinete invertido y su peculiar abaniqueo entusiasmaron. Visiblemente dolorido del brazo, el acero se llevó el éxito y trajo dos avisos.
Asomó el pañuelo verde para el descoordinado y serio segundo. Más agradable de pitones era el sobrero, que no se empleó en los inicios. Toda la clase la puso Juan Ortega con un ‘Nigeriano’ sin noticias de ella, con la cara por las nubes. Perdiéndole pasos le buscó las vueltas y regaló un trincherazo de gusto. Si bruto era por el derecho, a la defensiva estaba por el izquierdo, atacando por el pitón de fuera. Torero el macheteo final, que encandiló a la afición. Lo mató con habilidad y saludó.
Unas verónicas y chicuelinas angelicales brindó Ortega en el musculado quinto. Con ayudados por alto descorchó la faena, preñada de torería. Muy vertical, lo cosió a la muleta despacioso entre roncos olés de sus partidarios. Aquella manera de componer, tan estética y erguida, era gloria bendita. Y ese modo de ofrecer el pecho, tan natural, con perlas preciosas esparcidas por la arena. Y de nuevo un profundo toreo a dos manos, con el colofón de su andar al toro, tan de otra época, tan distinto. El sevillano puso el sabor; Roca, el poderío. Y para el mandamás peruano fue la puerta grande: «Aquí mando yo».
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