'The New Yorker', cien años de un movimiento cultural
La revista sopla cien velas con una exposición y el estreno de un documental. Recordamos la historia de una cabecera que ha transformado el rostro de la ficción contemporánea y el periodismo literario
Truman Capote, John Hersey, Hannah Arendt, J. D. Salinger, y John Cheever son algunas de las firmas que han escrito en esta cabecera
Escribieron crónicas y se convirtieron en estrellas de rock

Hace cien años, un joven periodista que había servido en la guerra y arrastraba una fama de desaliñado que nunca lo abandonó, tuvo una de las mejores peores ideas de la historia del periodismo: crear una «revista cómica de quince centavos» que contara Manhattan. La ... llamó 'The New Yorker' y fue «el fracaso más sonado de 1925», según cuenta James Thurber en 'Mis años con Ross' (Libros Walden). Harold Ross, así se llamaba el fundador de la revista. Fue en 1925, un año de éxitos memorables en literatura, música y entretenimiento, cuando 'The New Yorker', según Thurber, se convirtió en «el único fracaso que siguió adelante». Un siglo después, la cabecera es sinónimo del mejor periodismo de largo aliento, aquel que consolidaron en sus páginas firmas como Truman Capote o Lillian Ross, y tiene entre su histórica nómina de colaboradores a escritores como J. D. Salinger, John Cheever, Shirley Jackson y John Updike.
Este reportaje podría escribirse solo poniendo un nombre detrás de otro, pero aquí hemos venido a contar por qué el aniversario de 'The New Yorker' es un acontecimiento cultural. «Ross jamás habría podido imaginar en lo que se convertiría su pequeña 'revista cómica de quince centavos', ni la solidez de su legado. El 'New Yorker' de Ross transformó el rostro de la ficción contemporánea, perfeccionó una nueva forma de periodismo literario, estableció nuevos estándares para el humor y el arte cómico, influyó en las agendas culturales y sociales, y se convirtió en sinónimo de sofisticación. Cambió lo convencional por lo revolucionario», resumió Thomas Kunkel en 'Genius in disguise', la biografía del fundador. Los actos organizados para este centenario dan la medida de la relevancia, aún hoy, de la revista: habrá una exposición dedicada a la cabecera en la Biblioteca Pública de Nueva York, y Netflix tiene previsto estrenar un documental.
David Remnick comanda la revista desde 1998. Con él 'The New Yorker' dio el salto al digital, sobrevivió a un cambio de propiedad y en la crisis del papel ha conseguido mantener rentable la cabecera. En estos tiempos tan ajenos a los quioscos, Remnick ha impulsado reportajes de impacto global, como las torturas contra iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib, los abusos del productor Harvey Weinstein o la relación de la todopoderosa familia Sackler con la epidemia de adicción a los opioides. Del otro lado, los críticos le reprochan a Remnick que con él al frente la revista se ha entregado a la agenda izquierdista. Ronan Farrow, hijo de Mia Farrow y emblema de la cultura de la cancelación -Woody Allen lo sabe bien-, es uno de sus reporteros estrella. Aún escuece una columna publicada en 'The New York Times' en la que se le acusaba de dejarse llevar por Twitter al cancelar la participación de Steve Bannon, uno de los ideólogos del trumpismo, en el festival que la revista celebra cada año.
'Mis años con Ross'

- Autor James Thurber
- Traducción Manuel Moreno
- Editorial Libros Walden
- Número de páginas 380
- Precio 18 euros
Qué tiempos aquellos en los que Harold Ross, «cauteloso por naturaleza, fundamentalmente conservador», como escribió Thurber, «se mantenía firmemente fiel a su creencia original de que el 'New Yorker' no era una revista diseñada para frenar mareas, unirse a cruzadas o adoptar posturas políticas». Él, como recuerda el viñetista histórico de la revista, «no iba a publicar un montón de 'cosas de conciencia social' porque su intuición le decía que, si lo hacía, aquello le abrumaría. [...] Él quería prosa superior, dibujos divertidos y un periodismo sólido sin propaganda. [...] Nada debía estar demasiado estudiado o forzado, no debía ser muy artístico literario o intelectual. [...] 'Todos los escritores son demasiado autoconscientes', dijo miles de veces». Los tiempos cambian, decididamente.
Porque cien años dan para mucho, 'The New Yorker' ha preferido mirar en esta celebración hacia su pasado. Y cómo la revista se hizo grande merece un capítulo propio en la historia periodística y literaria del siglo XX. Aquella publicación de los años veinte estaba llamada a ser un producto para los sofisticados de Nueva York, en aquellos años del jazz y distanciados de los problemas del mundo, pero los inicios fueron duros: a punto estuvo de cerrar, y si sobrevivió fue por el empeño de Ross y porque su mecenas, Raoul Fleischmann, le renovó su confianza con algún crédito extraordinario. En aquellos primeros compases, a Ross le costaba hasta convencer a sus amigos de la tertulia del Algonquín de que escribieran para él. Dorothy Parker, por ejemplo, solo aportó una pieza y dos poemas en el primer año, el del estreno.
Superadas las primeras tormentas a finales de los años 30 y ya entrada la década de los 40, 'The New Yorker' tuvo su gran despertar periodístico, artístico y político. «La guerra hizo a 'The New Yorker'», mantiene Remnick. Frente a la equidistancia de las primeros años, esta vez Ross optó por encomendar a reporteros como Janet Flanner y Liebling que contaran la guerra. 'Hiroshima', el reportaje de treinta mil palabras de John Hersey sobre la bomba atómica, fue la consagración definitiva. Considerado uno de los primeros ejemplos del nuevo periodismo, ocupó un número completo y desde entonces no ha dejado de publicarse. La parte de la ficción se hizo también más ambiciosa. La publicación de un relato largo de Mary McCarthy amplió los horizontes. A partir de ahí llegaron talentos como Salinger. El cuento 'La lotería', de Shirley Jackson, se publicó en las páginas del 'New Yorker'. Cheever también publicó un buen número de relatos en la revista, entre ellos, 'El nadador'. Son dos de los relatos más reconocibles de la literatura norteamericana.
El envidiable departamento de 'factchecking', dedicado a contrastar la veracidad de todo lo que se publica, lo instituyó Ross. Estaba obsesionado con la puntuación gramatical y la claridad sintáctica. El manual de estilo oficioso de la revista perseguía el uso excesivo de adverbios -«los escritores siempre usan demasiados malditos adverbios»-, luchaba contra los clichés -«cualquier cosa que sospeches que es un cliché, si dudas lo es»- y recordaba que «a nadie le importa un bledo un escritor o sus problemas excepto a otro escritor». Las portadas ilustradas, sin duda la parte más leída de la revista, y también las viñetas debían ajustarse igualmente a este tipo de criterios. «Creo que se convirtió, de lejos, en el editor más meticuloso, maniático, crítico y detallista que el mundo haya conocido», dijo Thurber.
Tras su muerte, en 1951, asumió la dirección William Shawn, el señor Shawn, que se mantuvo al frente de la revista los siguientes treinta y cinco años. Era un genio extraño. Él fue quien editó 'Hiroshima' y quien, años después, apostaría por sacar en varias entregas 'A sangre fría', la archiconocida 'novela de no ficción' de Truman Capote, que en 1959 había trabajado en la revista como joven asistente en el departamento de arte. Shawn nunca las tuvo todas consigo: en el fondo dudaba de que todo lo que contaba Capote fuera cierto y tanta violencia lo repelía. Shawn rechazó publicarle a Philip Roth la novela 'Goodbye, Columbus' por su mal gusto. En un artículo provocador, Tom Wolfe caracterizó a Shawn como una momia y se refirió a la redacción como «vejestorios, bisontes mensajeros, chocando los unos contra los otros».
Bajo la batuta de Shawn, 'The New Yorker' publicó ensayos tan relevantes como 'Carta desde una región de mi mente', de James Baldwin; 'Eichmann en Jerusalén', de Hannah Arendt, y textos de Renata Adler o Dwight Macdonald. «El 'New Yorker' de esos años era una revista maravillosa. Lo era de una manera especial, irreproducible. Contaba con una escritura y un arte cómico excelentes y, con frecuencia, sorprendentes. [...] El ensalzamiento de la revista, elevándola a la categoría de movimiento, fue en gran parte responsabilidad de Shawn», cuenta Ben Yagoda en 'About Town', un libro sobre la historia de la revista. «Pero también tendría que cargar con la mayor parte de la culpa de su declive». Y lo hubo.
El 'New Yorker' empezó a competir con 'The New York Times' por los reportajes de actualidad, con 'The New York Review of Books' por los críticos y ensayistas
Cuando Robert Gottlieb relevó a Shawn en 1987, «la revista ya no era tan esencial», recuerda el editor en sus memorias. «Incluso las famosas viñetas se habían vuelto demasiado predecibles». Shawn «había presidido su transformación en un fenómeno cultural americano, un fenómeno, además, tremendamente rentable. Pero a mediados de los 80 esa rentabilidad había menguado». Lillian Ross, reportera estrella de la revista y amante de Shawn durante años, recibió a Gottlieb con una carta firmada por un buen número de redactores pidiéndole que renunciara. «Janet Malcolm, una de mis mejores amigas, figuraba en ella». Gottlieb duró cinco años en el cargo. Intentó revitalizar la sección de ficción -su gran especialidad- con nuevas firmas y un diseño más ingenioso. Consiguió reducir las pérdidas de doce a dos millones de dólares. «Cinco años después de aquello me contaron que las pérdidas se habían disparado hasta los veinte millones».
Gottlieb se refiere aquí a Tina Brown, que llegó desde 'Vanity Fair' para modernizar por fin la revista. Introdujo las fotografías, seis décadas después, y acercó el diseño de la revista a lo que hacían otras publicaciones. Publicó reportajes deliberadamente provocadores, sexualmente explícitos, redujo la longitud de los textos. El 'New Yorker' empezó a competir con 'The New York Times' por los reportajes de actualidad, con 'The New York Review of Books' por los críticos y ensayistas, y con 'Vanity Fair' por la publicidad», dice Ben Yagoda. Esto es lo que heredó Remnick en 1998, una cabecera más terrenal a la que ha conseguido dar un equilibrio entre el legado histórico y lo que exigen los nuevos tiempos. «Son innumerables los escritores, artistas y editores que han hecho del 'New Yorker' lo que es», dice el actual director. Que este centenario sirva para celebrar una revista que fue única.
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