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ABC Cultural

'Pharsalia', belleza en la opresión

Marco Anneo Lucano (39-65 d. C.) -nieto de Séneca, para más señas- fue la inspiración para este nuevo trabajo de Antonio Ruz, que sin duda le confirma como una de las voces más poderosas de la coreografía española actual

Una escena de 'Pharsalia' Manuel Castells
Julio Bravo

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Crítica de danza

Pharsalia

  • Dirección y coreografía Antonio Ruz
  • Escenografía y vestuario Alejandro Andújar
  • Música original Aire
  • Iluminación Olga García
  • Dramaturgia Rosabel Huguet
  • Bailarines y colaboración coreográfica Anna B. Andresen, Elias Bäckebjörk, Joan Ferre, Carmen Fumero, José Alarcón, Manuel Martín, Lucia Montes, Alicia Narejos, Selam Ortega, Isabela Rossi, David Vilarinyo
  • Lugar Teatros del Canal, Madrid

Un poeta cordobés y romano que vivió en el primer siglo de nuestra era, . 'Pharsalia' era el nombre del libro en el que Lucano narraba la guerra entre Julio César y Pompeyo.

Y la guerra es el eje sobre el que gira el trabajo de Antonio Ruz que, son sus palabras, «indaga en el concepto de guerra desde un enfoque alegórico, poniendo el cuerpo al servicio de conceptos cotidianos como el conflicto, la crisis, la resistencia, la tensión o la evasión».

'Pharsalia' es, ante todo', un espectáculo poderoso, desasosegante y opresivo, en la que todos los elementos que lo integran -coreografía, música, escenografía, iluminación- conforman una atmósfera agobiante; con ella logra Antonio Ruz, más que con ninguna otra cosa, transmitir la violencia que quiere denunciar.

Una tan hermosa como inquietante bóveda plástica -obra de Alejandro Andújar-, que recuerda en ocasiones un barracón militar y en otras se convierte en campo de batalla, es el escenario en el que se desarrolla la coreografía. Las fantasmagóricas y hermosamente tenebrosas luces de Olga García refuerzan esa pizarra sobre la que Ruz traza su dolorosa coreografía, escrita con tiza sangrante, aunque logre que la belleza asome en muchos momentos, especialmente en algunos movimientos corales.

'Pharsalia' no es un espectáculo complaciente, sino todo lo contrario. Es un trabajo perturbador que toca directamente al espectador con imágenes terriblemente hermosas. Pero se eleva para un final esperanzador -el recurso de la ondeante bandera de plástico es tremendamente efectivo- que deja al espectador con un magnífico sabor de boca y, quizás, con la fe en el ser humano reforzada a pesar de todo.

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