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'El burlador de Sevilla': un seductor atormentado

Crítica de teatro

La obra es un iceberg donde la parte que aflora a la superficie es un entretenido relato de aventuras y la que se esconde bajo el agua una pieza poliédrica e insondable

Mikel Aróstegui e Isabel Rodes, en 'El burlador de Sevilla' sergio Parra
Julio Bravo

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Crítica de teatro

'El burlador de Sevilla'

  • Autor Atribuida a Tirso de Molina
  • Versión y dirección Xavier Albertí
  • Dramaturgia Albert Arribas
  • Escenografía Max Glaenzel
  • Vestuario Marian García Milla
  • Iluminación Juan Gómez Cornejo
  • Asesor de verso Vicente Fuentes
  • Intérpretes Jonás Alonso, Miguel Ángel Amor, Cristina Arias, Mikel Arostegui Tolivar, Rafa Castejó, Antonio Comas, Alba Enríquez, Lara Grube, Álvaro de Juan, Arturo Querejeta, Isabel Rodes, David Soto, Jorge Varandela

El mito de Don Juan, al que la evolución de la sociedad ha dado la vuelta como a un calcetín, nació con 'El burlador de Sevilla', texto históricamente atribuido a Tirso de Molina, creencia que cada vez es más cuestionada. Sea quien sea el autor, no cabe duda de que se trata de uno de los grandes textos de la historia de la literatura dramática española, y que su protagonista -carne actual de cancelación- es un personaje absolutamente fascinante.

'El burlador de Sevilla' es un iceberg donde la parte que aflora a la superficie es un entretenido relato de aventuras y la que se esconde bajo el agua una pieza poliédrica e insondable. Evidentemente, hoy en día es impensable (e imperdonable) ponerla en pie, y cualquier montaje exige una profundización en la obra y, particularmente, en el personaje de Don Juan.

Xabier Albertí plantea -así lo ha explicado- a Don Juan como un revolucionario; él lo ha llegado a calificar como «un terrorista de Estado» que pretende con sus conquistas pervertir el orden social, cimentado en el 'honor' femenino, en su virginidad. La minimalista puesta en escena huye de la acción para establecer la contención (casi hasta el estatismo) como código interpretativo; no solo en el gesto, sino también en la palabra, lo que le resta emoción al desarrollo de la obra; salvo en el monólogo de la siempre sobresaliente Lara Grube, capaz de colorear la más oscura de las grisuras, hay un tono monocorde que impide que los actores -algunos de ellos, como Arturo Querejeta, ilustre aristócrata de nuestro teatro áureo- le otorguen carne a sus personajes. Se echa de menos especialmente en Don Juan -encarnado con disciplina por Mikel Arostegui-, con un rostro atormentado desde su primera intervención y que no abandona en toda la representación.

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