Roma de todos los dioses
PASAJES DEL XXI
El autor Lorenzo Silva viaja a la capital de Italia, a la que hay que regresar una y mil veces por más que despedace sus estatuas y se aleje de sus dioses
Anterior parada: con Franz en la muralla
![El Panteón romano, en pleno centro de la ciudad,](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/06/16/roma-1-RtJpnyFwx6qAQce1L3OJnSP-1200x840@diario_abc.jpg)
«La experiencia de la alegoría, que se aferra a las ruinas, es en realidad la de la eterna caducidad», Walter Benjamin, 'Libro de los pasajes'
Corría el año 537. Las tropas bizantinas, bajo el mando de Belisario, defendían Roma del asedio de los ... godos de Vitigis. En el mausoleo de Adriano, reconvertido en torre defensiva de la puerta Aurelia, resistía una menguada guarnición, contra la que se lanzó tras una lluvia de flechas el grueso del ejército godo. Así lo cuenta el cronista Procopio de Cesarea: «El terror se apoderó de los romanos, que no sabían qué medio debían emplear para salvarse; a continuación, de común acuerdo hicieron pedazos la mayor parte de las estatuas, que eran muy voluminosas, y recogieron así un elevadísimo número de piedras que comenzaron a arrojar con ambas manos a las cabezas de los enemigos».
El ataque fue rechazado, y Vitigis no consiguió entrar en Roma. El mausoleo de Adriano es hoy el castillo de Sant'Angelo, que en medio de la noche romana resplandece iluminado junto a las aguas del Tíber, en las que se refleja su mole inconfundible. Siempre que lo ve, el viajero recuerda la historia que Procopio dejó escrita para la posteridad: esa imagen atroz de las excelsas estatuas de mármol que coronaban la tumba del emperador -se conserva sólo una, el llamado Fauno Barberini, que da fe de la exquisitez de su factura, de inspiración helénica- reducidas a cascotes para repeler, a falta de otro medio, la acometida de un enemigo que acabaría adueñándose de la ciudad, aunque varios años más tarde y merced al empuje de otro caudillo, Totila.
Cuesta no ver en el episodio una alegoría de la resistencia terminal de Roma, a través de sus herederos de Oriente -que se llamaban a sí mismos romanos-, condenados al fracaso frente a la pujanza de unos bárbaros que representaban con mayor vigor el signo de los tiempos. Haciendo añicos esas estatuas, los que sostuvieron así momentáneamente la posición dilapidaban en la desesperada defensa su herencia espiritual. Con ellas se perdía el alma del monumento concebido por uno de los emperadores que mejor encarnaron ese carácter que Roma, sumando al genio griego su resolutivo pragmatismo, forjó y transmitió a cuantos formamos parte de lo que hoy denominamos Occidente.
El Panteón
Del mismo emperador partió la iniciativa de reconstruir el airoso edificio del siglo I a.C., erigido por el edil Marco Agripa, como un templo dedicado a todos los dioses, el Panteón, que dos milenios después sigue alzándose en el corazón de la urbe. Es una experiencia inolvidable admirarlo a la primera luz del día. Ante la plaza aún desierta, sus columnas sostienen a los ojos del visitante algo más que el frontón donde se lee el nombre de su primer impulsor, y no, por cierto, el de quien le dio su empaque actual.
En esa imagen puede el viajero ver la representación más acabada de la civilización de la que es deudor, empezando por las palabras con las que la nombra y concibe todas las cosas. Y cuesta no pensar -aunque es diciembre y todavía no han tenido lugar unas elecciones europeas en las que los populismos más exaltados ganarán inexorablemente posiciones- que ese legado que Europa administra vuelve a estar en horas bajas. La ciudad de los hijos de los romanos se siente otra vez amenazada por unos extranjeros que reclaman su derecho a marcar el rumbo de la Historia, y dentro de los muros cunde la desesperación que lleva a los sitiados a arrojarles, a falta de otra solución mejor, sus propios valores hechos pedazos, degradados a escombros que administra una élite aturdida, desquiciada e impotente.
![Imagen principal - Arriba, el castillo de Sant'Angelo. Sobre estas líneas: una vista de Roma desde el Coliseo (derecha) y un detalle de las ruinas del estadio de Domiciano, bajo la Piazza Navona (izquierda)](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/06/16/roma-2-U66353028674Wzl-758x470@diario_abc.jpg)
![Imagen secundaria 1 - Arriba, el castillo de Sant'Angelo. Sobre estas líneas: una vista de Roma desde el Coliseo (derecha) y un detalle de las ruinas del estadio de Domiciano, bajo la Piazza Navona (izquierda)](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/06/16/roma-4-U01405762730LqM-464x329@diario_abc.jpg)
![Imagen secundaria 2 - Arriba, el castillo de Sant'Angelo. Sobre estas líneas: una vista de Roma desde el Coliseo (derecha) y un detalle de las ruinas del estadio de Domiciano, bajo la Piazza Navona (izquierda)](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/06/16/roma-5-U71532576871XHI-278x329@diario_abc.jpg)
Hay que ir a Roma, una y otra vez, porque basta recorrerla para encontrar en sus calles la clave de todo; no sólo de lo que hizo grandes y admirables los logros de Occidente, sino también el origen de sus males profundos. Esos que afloran una y otra vez y que, igual que condujeron a la decadencia de Roma, son hoy el motor del declive del Viejo Continente y del resto de los herederos de la civilidad nacida a orillas del Tíber. No lejos del Panteón, bajo la maravillosa Piazza Navona y su gran fuente de Bernini -otro formidable depositario de la belleza grecolatina-, el viajero curioso puede acceder, por discretos vericuetos, a los restos del estadio de Domiciano. No queda mucho de él, pero el ayuntamiento ha hecho de las ruinas subterráneas un excelente museo, apenas concurrido, en el que al visitante se le brinda una impresión que va más allá de los espectáculos deportivos de masas que allí se celebraban. También se le ofrece un recorrido por la historia del Imperio, ese itinerario tortuoso que llevó a la caída de la urbe, regida por unos príncipes que generalmente morían asesinados, una oligarquía insaciable que los promovía y deponía y una plebe inerte a la que se aplacaba y distraía con los juegos que consumían los recursos extraídos de todos los rincones del vasto territorio al que se extendía su poder.
Afirma Emmanuel Todd en 'La derrota de Occidente' que en nuestros días los países llamados occidentales han dejado de ser democracias para estar gobernados en beneficio de la oligarquía de los más ricos, a la que se resigna una plebe parasitaria de los recursos -energía, mano de obra barata, materias primas- que absorbe del resto del mundo. En esa situación, fruto según su interpretación de un punto cero de la creencia religiosa o, dicho de otro modo, de la muerte de sus dioses, no tiene más futuro que aquel Bajo Imperio degenerado que despertaba la codicia de los bárbaros que lo circundaban. Hemos sustituido el Panteón por el estadio; el espíritu que nos animaba, nos inspiraba y nos conducía a nuestros logros más ejemplares, por la vociferación, el fanatismo, el consumo ciego, la falta de un proyecto real.
Basta recorrer Roma para encontrar lo que hizo grandes y admirables los logros de Occidente y el origen de sus males profundos
Las ideas de Todd, además de provocadoras, resultan en muchos aspectos discutibles -como cuando sostiene que uno de los «bárbaros» de nuestros días, Rusia, es una democracia porque de vez en cuando Putin pone urnas en las que permite que los rusos le voten a él o alguno de sus vasallos-, pero están fundadas en observaciones certeras. Lo confirma la sensación de desfallecimiento y desastre que de un tiempo a esta parte se ha apoderado de las sociedades occidentales, desde los fracturados Estados Unidos de América, listos para un segundo mandato de Trump, hasta la debilitada Unión Europea, pasando por el Reino Unido, embarrancado en el revés autoinfligido del Brexit.
Desvencijada y grandiosa
Y sin embargo, viene uno a Roma, se empapa de la grande bellezza que llevó al cine Paolo Sorrentino y no puede dejar de concebir alguna esperanza, alguna ilusión de que el ingenio que alumbró tantos portentos no esté todavía enteramente agotado. Le pasa en la visita de siempre a San Luis de los Franceses, para descubrirse una vez más ante sus tres Caravaggios; en lo alto del Coliseo, escenario de brutales ceremonias para desahogo del populacho a la vez que fastuosa atalaya sobre el foro; y también, en esta ocasión, en el acto en el que participa en la Facultad de Letras de la Universidad de La Sapienza.
![Un mural de Virginia Woolf situado en la entrada a la Facultad de Letras de la universidad](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/06/16/roma-3-U64106371438HvS-760x427@diario_abc.jpg)
Para empezar, le recibe a su llegada un primoroso mural multicolor con la efigie de su reverenciada Virginia Woolf, una de las sumas sacerdotisas de esos sofisticados misterios a los que en la hoy abatida Inglaterra dio lugar el estudio de los clásicos. En la sala, un público muy mayoritariamente femenino participa con interés en un debate sobre el futuro de España, Italia y Europa, y en particular sobre las perspectivas de su Estado de bienestar y cómo preservar y aumentar la dignidad de quienes viven en nuestras sociedades. Uno de los pocos varones allí presentes se duele de lo poco que sobre esa cuestión se reflexiona en Italia, lo que le hace sentir al visitante que todos tendemos a magnificar un poco nuestras propias faltas, por ignorancia de las ajenas. Ni en Italia ni en España ni en el resto del continente se viven días de esplendor, pero no todo está perdido mientras alguien siga percatándose.
Por la noche, al viajero le invitan a cenar en la trattoria Pommidoro, donde el 1 de noviembre de 1975 lo hizo por última vez Pier Paolo Pasolini. Mientras saborea su plato estrella, las albóndigas con tomate, no puede evitar evocar la muerte brutal del poeta que lo mismo podía filmar el Evangelio de Mateo que la depravación de la Italia fascista. Esa dualidad de Occidente, que lo hace odiado y admirado -como la propia Roma, desvencijada y grandiosa a la vez- quizá sea el secreto de su supervivencia, por más que despedace sus estatuas y se aleje de sus dioses.
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