Una noche en... Fabrik: aquí no hay playa pero hay otras cosas
ABC del verano
La popular discoteca cumple veinte años. Visitamos el templo del techno, que en el fondo es un resort de fiesta
Capítulo 1: Una noche en... el lujo del Four Seasons

Todas las grandes promesas empiezan igual: con una larga espera, o peor, con una cola interminable. La cita es en el Templo de Debod, y hay algo de faraónico en esta historia, ya verán. A las siete de la tarde se acumulan cientos ... de jóvenes con estilismos más fáciles de enumerar que de definir: mallas de rejilla negra, bikinis reconvertidos a camisetas, purpurina, pantalones cortos, calcetines altos, pendientes de aros gigantes como para jugar al baloncesto, camisetas de asas, licra, estampados de leopardo, botas negras, tan de julio, y gafas de sol, que a ciertas horas no son para soportar la luz sino la vida. Unos recién llegados se plantan al principio del pelotón y dicen: cuánto es. Pero el placer no admite sobornos, así que agachan la cabeza y se van a su sitio. 'Dura lex sed lex'. Dos griegos no dejan de preguntar cómo es, y una amiga con buen nivel de inglés y mejor de paciencia responde a sus dudas. Los autobuses vienen, cargan y se van. En la parte de atrás llevan el cartel de transporte escolar. Y no es difícil imaginarse a esos conductores de lunes a viernes haciendo la ruta al colegio. ¿Y el sábado? El sábado a Fabrik, con unos pasajeros educadísimos, más que los niños. Hoy, sí, toca pasar la noche en la noche.


Fabrik es tanto un mito como un templo del techno famoso para los que han ido y para los que todavía no e incluso para los que jamás lo harán, que también tienen su opinión: esto es España. Está lejísimos, allá por Humanes, así que el hecho de ir tiene algo de peregrinación, de rito. Hay que alejarse de todo para llegar, y al llegar no se entra así por las buenas, como los bárbaros. Primero toca el parking, que es un mito dentro del mito y esta tarde, por lo visto, está más lleno que nunca. La gente abre sus maleteros, pincha house, corta una bolsa de hielo, agarra una copa con una mano y con la otra fuma o se come un bocadillo envuelto en papel de plata. Los ves bailar y podrían estar invocando a un Dios antiguo. Dentro de unos siglos serán considerados bailes regionales. Se está poniendo el sol y el volumen sube, y no es el atardecer más bello de España pero es un atardecer. El mejor grafiti dice: 'Aki no hay playa'. Pero hay otras cosas.
Un resort de la fiesta
Es una ocasión especial, esta, porque el club cumple veinte años y hay que celebrar ese lejano día en que un pionero llegó a este polígono remoto y entre la nada y los camiones soltó: aquí voy a levantar mi fiesta, y será la más grande. Hace falta esa actitud de profeta para crear Fabrik, y esto se entiende al cruzar el umbral y ver que lo que se vende como discoteca es, en realidad, un resort de la noche. Camas balinesas, tumbonas, césped artificial, una terraza inmensa, un chester, un hotel, unos cuantos bungalows. Desde cualquier punto de los varios miles de metros cuadrados del complejo escuchas un altavoz zumbando y notas algo vibrando, además del pecho. Tienen seis salas, aunque parecen cien: siempre encuentras otro escenario, otra pista más grande, otra barra más libre. Miras a un lado y aparece un dragón blanco intentando comerte (no es broma), y al otro un astronauta hinchable, y de frente un puesto de chuches (sic). Si llegas al baño y te pierdes tienes un mapa. «El parque temático de la fiesta». Esto es como Las Vegas, es decir, como las pirámides. No será casualidad que las grandes religiones de este mundo nacieran en el desierto.
En el Área 19 está pinchando Carl Cox, y en medio de la muchedumbre entiendes que es el director de una orquesta formada por su público. «¡Vamos Carlitos!», le grita un fan al que nunca escuchará. Otro suelta: hay que ponerse espalda con espalda, para que nadie pase, hay que proteger el sitio. La sobriedad es una extranjería aquí, pero en la barra expiden pasaportes. Una mujer pide a gritos una cerveza. «Perdón, te he gritado, pero no sabía si me escuchabas». Y la camarera: «No te preocupes, esto es la guerra». Pero qué maja es la gente en esta guerra. Y qué viva está. Será la cerveza, que por cierto cuesta nueve euros el tercio. El agua la han cortado de los baños y te la venden a seis el botellín. La oferta y la demanda y sus trucos. El parking, claro, es picaresca.
Amor expansivo
A cada poco hay reencuentros en Fabrik, igual que en un pueblo de verano. «Cuánto tiempo. ¿Y ahora dónde vives?». «¡Jefeee!» «¡Bro!» Hay mucho abrazo, porque la madrugada es un lugar de complicidades, de amor expansivo. Nunca se dice te quiero como a las tres de la mañana, cuando parece que el mundo se acaba y no volverás a tener otra oportunidad de demostrarlo. El público es intergeneracional, están los que tienen edad de padres y los que tienen edad de hijos y los que tienen edad de no ser ni lo uno ni lo otro: los jefes, los bros y los tíos, en síntesis. ¡Y Carl Cox tiene sesenta! Sospecho que habrá familias que han nacido aquí, tal vez estirpes, tal vez hay hijos del primer Fabrik que ya están en este, y que en algún momento pasarán el testigo a unos hijos que todavía no han imaginado, pero que se van a encontrar. Dos hombres rompen las divagaciones y resumen el verdadero zeitgeist: «Venga, hay que moverse que esto mañana no está».
Un río cruza Fabrik de lado a lado, y hay dos patos que o se han quedado sordos o han aprendido a ignorar el techno: adaptarse o morir. También hay un acuario de peces color verde añejo. Es bonito pensar que lo olvidan todo cada treinta segundos, y que cada treinta segundos vuelven a entrar en Fabrik, en un bucle interminable que puede parecerse al purgatorio o al paraíso, según preguntes. El jacuzzi está vacío porque no hay tantos valientes por ahí. Una mujer se mete vestida, supongo que con ganas de bautizarse. «Eres una jefa, olé tu coño», le suelta otra, inaugurando una de esas amistades tan intensas que solo duran una noche. Ninguna de las dos sabe el nombre de la otra.



En algún momento hay que cenar. Un chaval con tapones en los oídos pide una hamburguesa. La señora que lo atiende no lleva tapones y aún está cuerda: esto es noticia. Cuando Camba llegó a Nueva York imaginó la posibilidad de embotellar silencio y venderlo. Aquí no se les ha ocurrido todavía, o a lo mejor les basta con el agua. Seguramente sea eso. El protocolo dice que hay que quitarse la camiseta para comer, porque hay que amortizar las horas de gimnasio. Y lo que no hace la cocina lo hace el hambre.
En fin, la noche sigue pero es difícil seguir a la noche, tanto como completar el Tour de Francia. De camino a la salida hay una tienda de merchandising con cola. No tienen la camiseta de 'he visto cosas que no creeríais', pero deberían. Al salir preguntan: ¿ya no vais a volver a entrar? Por lo que sea, no.
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