Flamenco
La modernidad radical de La Niña de los Peines
Se cumplen 52 años de la muerte de aquella joven cantaora que cambió la historia del flamenco desde una plaza de albero
Debió de tomar un cuchillo y abrir, como dice la canción que ella convirtió en bulería, cielito lindo, el corazón de algo. Desglosar el secreto de las columnas de la Alameda de Hércules rebuscando por la piedra emociones compartidas. Una chiquilla de vibrato inquieto se ... hizo la emperadora de la época dorada del flamenco, a partir de los años 20, desde una plaza al reverso de lo que unos padres querrían para sus hijos, justo cuando este arte tomó cuerpo de espectáculo de gran envergadura. Hizo, en realidad, acopio de lo propio para después elevarlo. Y, además, siendo mujer, gitana y adolescente a comienzos del siglo XX, con lo que estos tres atributos suponían a la hora de que se tomaran en serio tu propuesta. Pastora reunió lo de aquí con lo de allá para filtrarlo por el tamiz de su cultura. Dicen que interpretaba unos tangos en los que mencionaba unos peines de canela y de ahí tomó su nombre artístico: La Niña de los Peines. Dicen que no hubo nadie con su velocidad, y por su garganta entraron los cuplés en forma de tres por cuatro con un aire superdotado de gracia. Letra y compás se funden en un mismo ente en su boca. Es, en esencia, una simbiosis rara que surge a partir de dos elementos que se construyen a la par. Por eso parece, digámoslo así, que su discurso se compone de dos principios imposibles de desunir sin romper al otro, como una fórmula azarosa que tras varios siglos de letargo eclosiona en un estado diferente. Al arte, esto también lo dicen, hay que saber esperarlo. Sus coetáneos fueron testigos de ello.
Con ese arte primigenio convivió en casa, sacándolo más tarde de sus murallas para encontrarlo con el de los talentos que venían a la capital andaluza: Manuel Torre, Antonio Chacón, Niño de Medina… En medio aquellos maestros colocó su voz, tal vez la más trascendental de esta historia. Visceralidad y elocuencia quedaron así abrazados en un mismo cosmos que se forjó, probablemente, de madrugada , todo lleno de albero, junto a las putas, los señoritos, toreros, bohemios y algún que otro intelectual que se permitía la noche para confundirse. Estuvo en el epicentro, allí donde ocurren las cosas. Y respondió ante los estímulos del escenario por el que le tocó deambular con contundencia, tanta que le dio varias vueltas al telón hasta hacer del embrollo una escultura. Por su Sevilla natal, en Madrid, allá donde fuera.
Su hermano pequeño, Tomás Pavón , cultivó la luz del entendimiento interior. Renunció a los públicos. Ella, al contrario, lanzó su nuez hacia el firmamento: se inventó un palo, la bambera, a partir de los folclóricos cánticos de columpio. De la música popular asturiana hizo cante jondo. De los textos de un poeta amigo, lorqueñas . Y de la petenera , una herramienta con la que repoblar de nuevo el planeta: «Quisiera yo renegar/de este mundo por entero/volver de nuevo a habitar/por ver si en un mundo nuevo/encontrara más verdad».
Grabó, en total, 260 registros sonoros, aunque dos de ellos permanecen aún inéditos. Se convirtió en referencia temprana, figura sobre la que de pronto empezaron a orbitar el resto, que también quería, como ella, trabajar por toda la geografía española. Alzar el rostro y conquistar el aliento de cada butaca. La Niña de los Peines fue ancestral en esa tensión que produce la búsqueda del centro y la piedra, motivo que llevó a José Ángel Valente a escribir un ensayo, y, a su vez, radicalmente moderna. Ese es el binomio exacto, hecho de dosis certeras con las que jugar atendiendo siempre a lo del pecho. Se casó con una estrella del flamenco y la canción, Pepe Pinto , mucho más joven. Y su marido dio un paso atrás en su carrera, también estelar, para que ella lo diera hacia delante. Tanto amor había ahí de por medio que cuando cayó enferma el Pinto le tomó un atajo a la vida y se le adelantó por unos meses en la muerte . Sin previo aviso. Sin entender, por primera vez en años, el sentido de la medida. Mientras que muchas mujeres no pudieron dedicarse profesionalmente al cante por impedimentos ajenos a sus querencias, Pastora cogió las verdades absolutas de su tiempo y las destruyó a dentallas de agudeza. Se adelantó.
Posó ante Romero de Torres y Zuloaga . Giró por España como lo hace su eco en los discos de pizarra, ya sea en una soleá de la Serneta o por seguirillas de los Puertos. Viajó una y mil veces sin tocar nunca dos puntos de idéntica forma. Dominó repertorios muy diversos y los transformó, valiéndose de las amplias posibilidades que le proporcionaba su buen hacer, esa capacidad natural pulida al cabo de varias décadas. Le dio altura a lo suyo: al sonido ajado de su otro hermano, Arturo Pavón , también artista, aunque con menos recursos para proyectarlo. A lo que escuchó de niña y de grande. Llenó la paleta de colores cambiantes, con tonalidades que van del negro al blanco en lo que dura un instante. Le entregó los duros a Caronte por alegrías con la espalda de un gigante, a lomos de una obra que presume de ser una de las más poderosas de la música en castellano de todos los tiempos. Descubrió montañas y ocasos, proyectos que no terminaron de funcionar allá por los 50 y legiones que todavía hoy la veneran. Pastora es el nombre omnipresente que toma asiento en la lengua de cualquiera. Vive donde se emite el sonido. En los cantaores y cantaoras que llegaron tras su estela, a la hora de hacer un cuplé y unos tientos, en la saeta, en la sevillana, en la cantiña, en la farruca...
No hay en el horizonte modernidad que supere la suya. Tampoco la originalidad ni el afán creativo. Al menos quince minutos de cada recital de flamenco que se celebra desde su paso por el mundo le pertenecen . Creó una fantasía para narrarnos el cuento de otro modo, depositándolo en un altar universal. El 26 de noviembre se cumplen 52 años de su muerte, pero está igual de viva que cuando se fue. A leguas y leguas del olvido.
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