Che farò senza Pina?
El Teatro Real acoge «Orfeo y Eurídice», uno de los primeros trabajos de Pina Bausch
Hace cinco años de la muerte de Pina Bausch, una de las figuras más relevantes no solo de la danza del siglo XX, sino del mundo de la escena. La coreógrafa alemana, poseedora de una exquisita sensibilidad y un extraordinario conocimiento de la cartografía escénica , creó con sus trabajos un universo propio hermoso y seductor. Uno de sus primeros trabajos «Orfeo y Eurídice» (una ópera danzada), se acaba de presentar en el Teatro Real , que ya acogió la temporada de su reapertura, en 1998, «Ifigenia en Táuride», otro espectáculo similar creado por Pina Bausch.
«Che farò senza Euridice», canta Orfeo en el aria más popular de la ópera que Gluck compusiera en 1762. «Che farò senza Pina?», podrían cantar los aficionados a la danza. Porque el vacío que dejó la coreógrafa es enorme. Afortunadamente, también lo es su legado, salpicado de piezas maestras como este «Orfeo y Euridice». Pina Bausch toma para su coreografía la versión que el propio Gluck compuso para la Ópera de París en 1774 (aunque traducida al alemán). Si en «Ifigenia en Táuride» llenaba la escena solo con los bailarines, en esta obra incorpora a los cantantes, quedándose en el foso coro y orquesta.
«Orfeo y Eurídice», una obra capital en la historia de la ópera, porque con ella dejó su autor atrás numerosas convenciones en el género, es una obra que transpira amor y amargura, hermosa e intensa. Sobre ella teje Pina Bausch, hasta formar una unidad que diríase indisoluble, una puesta en escena llena de belleza y de dolor, profundamente emocionante, en la que el movimiento late al compás de la voz y de la música. Serena, austera, apoyada en unos leves elementos escenográficos y asentada sobre el blanco y negro (solo el traje rojo de Eurídice rompe la uniformidad). La coreógrafa, además, se toma la licencia de cortar el final feliz de la obra original para terminar –toda la coreografía es un gigantesco y amargo llanto- con la segunda muerte de Eurídice.
Pina cuenta con dos cómplices necesarios: Thomas Hengelbrock, que desde el foso pone en pie una conmovedora versión musical (coro, orquestas y solistas en la misma dirección, con una extraordinaria María Riccarda Wesseling como Orfeo); y el Ballet de la Ópera de París, que incorporó esta obra a su repertorio hace una década, y que muestra su grandísima categoría, con mención especial para la Eurídice de Marie-Agnès Gillot. Un magnífico broche (solo quedan los conciertos de Antony and The Johnsons) para la temporada del Teatro Real.
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