A corazón abierto

A Pilar, su esposa, le toca vivir un adiós que luchó y luchó por postergar

reuters

A corazón abierto ha pasado José Saramago por la vida. Una existencia que ayer terminó por obra y desgracia de una leucemia. Ya no podrá dedicarle a Pilar, como hizo en «El viaje del Elefante», un nuevo libro con aquellas agradecidas palabras: «A Pilar, porque no dejó que me muriera». Pero Pilar, a pesar de tanto amor demostrado, no tiene el poder de ganarle siempre por la mano a la Invencible, a la Todopoderosa muerte. Así que ahora le toca vivir un adiós que luchó y luchó por postergar.

En la vida una se encuentra —en ocasiones escasas— con parejas que elevan el amor a grados de complicidad y ternura que se antojan envidiables. Así que al dolor por la muerte de un hombre que escribió para paliar la desdicha de los otros, que escribió —y me lo confesó— para comprender, se añade una sentida emoción por el sufrimiento, fácil de intuir de quien compartió su existencia como esposa.

Siempre recordaré a José Saramago tal y como lo vi, a pesar de muy posteriores encuentros, el 9 de octubre de 1998. Llegaba a Madrid desde Alemania, donde se supo ganador del Nobel de Literatura. También a ella se había entregado a corazón abierto y con mente lúcida. Evoco sus palabras: «No sólo necesito contar historias, sino preguntarme qué hago en el mundo, para qué sirvo, y decirle a los otros quiénes somos». Para llevar esta convicción a cabo no se sintió preparado hasta los 44 años. Para los amantes de la sinceridad, resultaba impecable. Era la encarnación perfecta del concepto que se resume en la frase de «al pan, pan, y al vino, vino». Se declaraba comunista, una ideología a la que se entregaba con la fe del más devoto creyente. Pero no huía de la reflexión. Se sabía «heredero de errores y crímenes», pero no se quedaba sólo con esa certeza. Tenía otra: «Quienes debieron llevarla a la práctica no lo hicieron».

El muchacho que pudo comprar libros a los 18 años, gracias al préstamo de un amigo, no echó en saco roto, supliéndolas por las que llegaron con el éxito, sus vivencias de niño pobre que se empapó de las penurias que las privaciones provocaban a su alrededor. Al hombre que pasará a la posteridad como el Nobel de Literatura de 1998 le parecía una demanda excesiva —«no hay que exigirle demasiado a la condición humana»— pedirle a sus semejantes que se amaran los unos a los otros. («Hay gente, Trini, a la que es imposible querer»). Se conformaba con que se respetaran. Indudablemente, él mereció ese respeto. Pero, también, era fácil por su cordialidad, que en otros se habría sospechado amanerada sencillez, quererlo. Su amabilidad le hacía sentir muy próximo, sí, realmente prójimo. Resulta, pues, muy amargo dedicarle unas palabras como despedida. Mejor, mucho mejor, decirle, como él le dijo a Pilar, que no vamos a dejar que su muera.

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