Calvino, un editor en la calle Biancamano
El sello Einaudi hizo de Italo Calvino un lector infatigable. Ahí dio sus primeros pasos
Los derroteros de la memoria

Año 1942. Las cenizas de Auschwitz tiznan Europa, la Italia fascista sigue gobernada por Il Ducce y la Francia de Vichy iza la bandera de indigencia moral más grande de toda su historia. Justo ese año, Italo Calvino llevó un manuscrito con algunos relatos a ... Cesare Pavese, que entonces trabajaba en Einaudi, la casa editorial que alumbró Turín en los años de mayor oscuridad. Pavese no publicó los cuentos del muchacho. A cambio, le ofreció trabajo. El joven Calvino fue a parar al número dos de la calle Biancamano, donde aún funcionan las oficinas de la casa intelectual que convirtió en editor al escritor.
«Si no es ahora, ¿cuándo?», dijo Giulio Einaudi cuando fundó el sello, en 1933. Einaudi era un hombre empeñado en extraer belleza y lucidez debajo de cada piedra de aquella Europa destruida. Supo rodearse de quienes, como él, buscaban intuitivamente lo mismo. Aristócrata de modales refinados y relacionado con el Partido Comunista Italiano, se convirtió en parte fundamental de la cultura antifascista italiana, de la cual su editorial fue la punta de lanza.
En las oficinas de Einaudi aún se conserva la mesa de madera en la que se celebraba la llamada reunión de los miércoles de Einaudi, un comité semanal al que acudían, entre otros, Cesare Pavese, entonces el director ejecutivo, o Natalia Ginzburg, una escritora que recién había publicado 'El camino que va a la ciudad' y estaba a punto de vivir en su pellejo los desgarros definitivos. Su padre había sido arrestado en Turín en 1934 acusado de subversión y Leone Ginzburg, su marido, había sido asesinado por los alemanes en Roma en 1944. Compartían la tragedia del fascismo y la guerra, el espacio histórico de un grupo tan desgraciado como excepcional.
Agrupados alrededor de Giulio Einaudi y del fuerte influjo cultural turinés, los integrantes de aquel grupo —Levi, Pavese, Ginzburg, Elsa Morante y aquel novísimo Calvino— vivieron esos años desde una profunda conmoción intelectual y estética que los configuró como una generación luminosa. Se reunían, pues, en esa estancia decorada por una serie de grabados con el logo del sello, el mítico pavorreal acompañado por una inscripción, 'Spiritus durrissima coquit': «El espíritu digiere las cosas más difíciles». Más que una frase, parece un propósito repujado en la mente de cada uno de estos hombres y mujeres.
«En la vida italiana de aquellos años, desierta e inmóvil, la aparición de aquellos libros fue un acontecimiento clamoroso», escribió Natalia Ginzburg sobre Einaudi, de la que fue una de sus columnas, hasta el final de sus días. Aquella Europa que se sacudía ante el autoritarismo, que se empeñaba en pensar cuando no era posible, se expresó en los libros publicados bajo el ala del viejo Einaudi. Páginas en perpetuo ardor, folios que incendian, y que ya entonces refulgían con ese brillo adelantado al mundo en el que habitaron.
Allí, ante ese escritorio ovalado de madera lustrosa, Italo Calvino leyó cientos, miles de manuscritos. Algunos los rechazó. Otros los publicó. Intercambió cartas con Leonardo Sciacia, Umberto Eco o Hans Magnus Enzensberger. Aprendió que al editor, como al escritor, los distinguen sus obras, tal y como describe 'Los libros de otros', el volumen editado por Siruela que contiene la correspondencia de aquellos años. Se trata de 269 cartas que ilustran esos años en los que un oficio lo llevó a otro. Cuenta Carlos Clavería Laguarda cómo el menesteroso e infatigable Calvino acabó ganándose el mote de «ardilla», «la ardilla de Einaudi». En el número dos de la calle Biancamano, Calvino también ayudó a crear un mundo inédito, incluido el suyo.
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