REVENTAR DE RISA
Reproducimos la última «tercera» publicada en ABC por Jiménez Lozano
GEORGE Steiner ha parecido, con frecuencia en sus escritos, desnortado y humillado por el hecho de que los kapos o jefes de los campos de concentración nazis, que presidían y administraban todo aquel horror, escuchasen apasionadamente a Bach, y ha concluido muy amargamente que la cultura, en sentido estricto y tomada seriamente, no sería nada ante la invasión de la barbarie. Amarga conclusión, ciertamente, pero quizás no ineluctable.
En El Quijote hay una página desoladora a este respecto, en la que se cuenta una pelea entre Don Quijote mismo y un cabrero, una lucha tan brutal que pronto brota allí la sangre en el rostro, y los jadeos del cansancio y la extenuación física son duros de oír. Pero allí cerca, había dos personajes de supuesta calidad intelectual y moral a juzgar por sus vestimentas mismas y a las que éstas les obligaban, un cura párroco y un canónigo, que reventaban de risa viendo el espectáculo, y el lector mismo se siente verdaderamente humillado. ¡Vaya canalla que debían de ser estos dos pejes!, nos decimos. Pero no se nos ocurre pensar que todo lo que estudiaron, o lo que representaban de civilidad y misericordia por sus mismos atuendos, fuera nada, y no sirviera para nada. Lo que se nos ocurre es que todo eso no había entrado en ellos, había resbalado por la piel de búfalo de su ánima, como es indudable que no había entrado Bach, en absoluto, en el yo profundo de los kapos nazis. Y no hace falta insistir en que inquisidores hubo muy crueles que tenían una gran afición a las humanidades clásicas, y que se movían muy hábilmente, y muy a gusto, en este plano de cosas; y no es necesario esto, y hasta resultaría bastante ingenuo, porque, si ha habido en la historia un tiempo de canallería y vergüenza, en el que los hombres de letras y de ciencia hayan mirado para otro lado ante el horror montado para levantar montones de cadáveres, o hayan ayudado al montaje, o lo hayan justificado y hasta magnificado, ése es nuestro tiempo.
Y es mejor no apuntar con el dedo, que siempre nos dijeron que era cosa de mala educación; y, menos, hacer denuncias nominales, que es un deshonor hasta en el código de conducta de los gangsters. Aunque luego, y por estas kalendas, con las influencias de los regímenes totalitarios, tanto lo uno como lo otro se ha convertido en suma virtud cívica y hasta literaria. ¡Extraña civilización! Y extraño, sorprendentemente extraño, es que todas las intensas preguntas que nos hace el simple supuesto de que la más alta cultura no fuera capaz de abrir pozos de sensibilidad y de misericordia dentro de nosotros, esto es de humanizarnos, se hayan resuelto en buena parte, o del todo, lanzando toda aquella cultura al basurero de la historia. Y es más, adjudicando toda desgracia y perdición a los treinta siglos de civilización, en los cuales el hombre ha tratado, una y otra vez, de escapar y distanciarse más y más de su condición primigenia de neandertalense, de manera que con la ruina de todo eso, esto es, de la odiosa y depredadora civilización de Occidente, se abrirían tiempos de luz en todos los planos del vivir humano. Cualquier cosa valdría en su sustitución, puesto que todo debe ser igual a todo, y todo es nada y nada significa; lo único necesario sería barrer todo contacto con esa secular herencia. Vieja canción es ésta, por lo demás. Ya era el designio de Chigaliov en los Demonios de Dostoievski -saltar los ojos a Copérnico, cortar la lengua a Cicerón, lapidar a Shakespeare, ¡He aquí el chigaliovismo! Los esclavos deben ser iguales-; y lleva años de práctica y de ardorosas manifestaciones y clamores de que así debe ser, y más, y más.
De manera que tenemos que pensar necesariamente que, si debemos hacer todo eso con esas humanidades, es por la misma gran razón chigaliovista de que ya no se necesitarán para nada, porque no habrá hombres, sino, por fin, el hombre nuevo de nuevo y deseado diseño, hueco y redondo, vacío y mandible, en manos de algún tipo de Gran Hermano. Es la alegría por la vuelta al neandertalense, vista con el gozo de los que en la escena quijotesca reventaban de risa, y la satisfacción de que la cultura no sirva para nada, y de que, para demostrarlo, quienes la representan se envilezcan. Pero Gilbert Murray, el gran helenista y especialista en Eurípides, decía, sin embargo, algo muy humilde y sencillo, pero cuya trascendencia y verdad puede comprobar cualquiera, y esto es que, si de muchachos se han oído o leído escenas o palabras del Nuevo Testamento, o de Homero y los otros, tanto en griego como en la lengua de cada cual, ellas le acompañarán a uno siempre hasta la muerte, porque siempre estarán en los adentros y como confundidas con el torrente sanguíneo o las conexiones neuronales, aunque no se recuerden siquiera de manera exacta y consciente aquellas escenas y palabras. Y es más que probable, entonces, que no sea hacedero fácilmente compatibilizar a Bach con el horror, ni ver la violencia sin mucha misericordia para las víctimas, y sin que hagamos todo para frenar en seco a los verdugos. Y más que esperable es que la tolerancia sea la mera espontaneidad del vivir, y la libertad, como entre los griegos era, vivir con leyes justas. Por la sencilla razón de que se ha tenido contacto con algo hermosísimo y serio; lo que debía de hacer pensar en la necedad radical de las pedagogías y las campañas de lectura, que proclaman que lo importante es leer, sin que importe lo que se lea. Porque siempre somos hijos de una palabra oída o leída, e importa entonces mucho qué clase de palabra sea, porque ella será la que nos gobierne en adelante.
Y lo menos que puede decirse a este respecto es que la banalidad, para no hablar de la pedagogía del odio y la basura, lleva directamente a tomar las vidas humanas a beneficio de inventario, y a reventar de risa ante la bruticie. Y, en este caso, bien puede Bach conformar la música de fondo, eso sólo quiere decir que la música, y aquella cultura entera de treinta siglos de la que hablaba, y sus mayores conquistas, se convierten en mero diseño y adorno, y así han sido asumidas por quienes las utilizan.
Con esto ocurre, ciertamente, lo que don Eugenio D´Ors decía de manera provocadora de los quesos, para dividir a la humanidad en dos grandes grupos: el de aquellos que creen que el queso es un postre, y el de los que están seguros de que es un manjar; esto es, vale por sí mismo. De modo que, incluso si esa herencia de siglos sirviese para poco, o hasta no sirviese de nada en las situaciones límite, no dejaría por eso de ser lo que es, la única manera de humanización de los hombres. Y lo absolutamente seguro es que, si no se ha desposado todo eso muy profundamente, y, mucho más, si se desprecian de antemano todos esos elitismos, ya nos estamos ofreciendo, maniatados, al mejor postor, en el mercado público. Y también se sabe que para ser el ganado barato de cualquiera, y ganado de engorde y matadero. Aunque ello nos haga reventar de risa, pues así parece, a veces.
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