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ABC Cultural

«Knockemstiff»

Donald Ray Pollock. Libros del Silencio, Barcelona 2011. 302 páginas, 20 euros.

«Knockemstiff» ABC

DAVID MORÁN

¿Sueño americano, dicen? Mejor no sigan leyendo. En serio. Porque adentrarse en Knockemstiff es hacerlo en un paraje en el que los sueños hace tiempo que se oxidaron entre caravanas cochambrosas, gasolineras mugrientas y gente literalmente hecha pedazos. Ni siquiera puede decirse que ejemplifique el antisueño americano, ya que eso implicaría ser lo contrario de algo y Knockemstiff es, en efecto, la nada. El pueblo que serviría para ilustrar a las mil maravillas conceptos tan elevados como pueblo de mala muerte, agujero cochambroso o cochiquera humana. La nada, como ven, emparedada entre el bar de Hap y la tienda de Maude. Y si no lo ven, pregúntenle a Donald Ray Pollock, a quien el destino tuvo a bien alumbrar en medio de esta hondonada infecta al sur del estado Ohio, por lo que maneja información de primera mano.

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Y eso es precisamente “Knockemstiff”: información de primera mano sobre una de las madrigueras de la escala más baja de la sociedad norteamericana, eso que alguien tuvo a bien llamar white trash y que se arrastra aquí, dejando un rastro de viscosa tragedia, a lo largo de una veintena de cuentos. “Casi nadie, y mucho menos Chuck Palahniuk, había logrado retratar al más extremo lumpen aldeano yanqui de un modo tan crudo, real, sincero, poco afectado y la vez –sin caer en la condescendencia, compasivo”, escribe Kiko Amat en el prólogo de un libro con el que, efecto, Pollock no solo se arrima con gran naturalidad y sinceridad a la realidad que, se supone, le rodeó durante su nada tierna infancia, sino que lo hace para subrayar la trágica ley que rige las vidas de los habitantes de la hondonada: que Knockemstiff no solo es un agujero infecto, sino que además es imposible salir de ahí.

Esta es, precisamente, una de las constantes del libro, uno de esos temas que salta como chinches de cuento en cuento y que presenta a los personajes deseando salir por patas y, ay pobrecicos, dándose de cabezazos una y otra vez contra la triste y tozuda realidad. Una realidad que, este caso, hay que buscarla en culturistas con dietas suicidas, jóvenes que han convertido las anfetaminas en su único animal de compañía, borrachos con un régimen alcohólico que tumbaría a una horda de vikingos sedientos y, en fin, gente medio majara que vaga por el bosque huyendo del ejército o que se dejó medio cerebro en algún accidente de coche, otro de los entretenimientos locales.

Dicho así, de corrido, suena terrible y, en efecto, lo es, pero el gran logro de Pollock está en acercarse a esa oscura y sórdida realidad con tremendo humor y agilidad para intentar retratar, como un fotógrafo que mira sin emitir juicio alguno, el momento exacto en el que la vida de sus personajes empieza a irse definitivamente al carajo. Y lo consigue. Vaya si lo consigue. Llámenlo realismo sucio, si quieren, aunque esto es mucho más pringoso, peligroso y sincero que cualquier ejemplo que se les ocurra.

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