Cinco escritores con pocos amigos
Un Houellebecq algo desmejorado durante su última visita a España - jose ramon ladra

Cinco escritores con pocos amigos

El reciente desembarco de Michel Houellebecq en España nos sirve para recordar a cinco autores permanentemente en desacuerdo

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El reciente desembarco de Michel Houellebecq en España nos sirve para recordar a cinco autores permanentemente en desacuerdo

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  1. Houellebecq, o Baudelaire en el supermercado

    Un Houellebecq algo desmejorado durante su última visita a España
    Un Houellebecq algo desmejorado durante su última visita a España - josé ramón ladra

    Naturalmente, Michel. Rockstar de las letras galas, Houellebecq disfrutó reivindicándose como un enemigo público para, después de los premios y por tanto los amigos, dejar atrás lo de enemigo y seducir en el camino a una crítica que le sitúa como claro heredero de Céline, Verlaine o Sade. Reformulado estos días vía un caústico mockumentary, el de Reunión experimenta cierto placer cuando, a través de su literatura –de su ruinoso aspecto–, flirtea con la idea de una desaparición, la suya y la de todos nosotros. A Houellebecq le gusta citar a Kant y su fúnebre «Es suficiente» para clausurar conversaciones, y su amigo Dominique Noguez le definió una vez como un Baudelaire de supermercado. Entretanto, Michel, o Houellebecq, es un tótem de la novela francesa a pesar de sí mismo y a pesar de la novela francesa; una sacralización en forma de Goncourt que precipitó «La carta y el territorio» en 2010, o una novela –declaró su autor con solemnidad– redactada en un estado de absoluta frialdad, «mi calefactor daba problemas».

    Provocador con regate, el novelista de «Plataforma» elude las críticas para recordar –a sí mismo y de paso a los demás– que un personaje y su autor no tienen por qué estar de acuerdo. Siempre ha suscrito la ruina de cualquier género de idealismo y su obra se ocupa de la obsolescencia de lo humano con el humor desprejuiciado –fomentó el rumor de que había sido secuestrado por el integrismo islámico– del que sabe que «la degradación es irreversible una vez puesta en marcha». Por lo demás, a Houellebecq le gusta Lou Reed, llevar parka en invierno, Franz Liszt o el XIII arrondissement parisiense; y se reparte entre Irlanda, donde duerme, y Almeria, donde (dice que) sobrevive. Lo confirmaban los «Inrocks» en una entrevista en segunda persona. A Michel todo le da lo mismo. Il s’en fout. Porque está aquí para narrar, cantaba R.E.M., «el final del mundo tal y como una vez lo conocimos».

  2. A Jonathan Franzen le gustan cosas

    Si tecleamos en Google «Franzen asshole» resulta que Johnathan Franzen es el escritor que más y mejor responde al recurrente insulto anglosajón, el capullo de toda la vida. Franzen cae mal, bastante mal, y los motivos de este consenso –«Newsweek» llegó a describirle como ese «escritor al que nos gusta odiar»– van de su aspecto de preppie apolillado con sobresaliente en química a su indiferencia por los elogios del club de lectura de Oprah Winfrey, una garantía de éxito editorial y también un guiño de mayorías que debe escocer a un tipo que se tiene por un snob.

    Al autor de «Las correciones» se le conoce por su feroz militancia ludita –aquello de «Twitter es imbecil» o su persecución del e-book– además de por una particular cruzada contra el establishment literario –sí, Franzen se refirió al crítico del NYT como «el tipo más estupido de Nueva York». De gatillo fácil y poco documentado («creo que el realismo se da en países ricos pero no puedo argumentarlo»), Franzen fue colega número uno de Foster Wallace por mucho que ambos escribiesen en direcciones y autopistas contrarias, y es todo un especialista en decir «no me gusta». La mala noticia, asegura un rumor en la red, es que sucedió al muy galáctico Jar Jar Binks en la lista de personajes más detestados por los norteamericanos; y la buena noticia es que James Franco y su omnívoro despliegue creativo amenazan con destronar del podio oficial del haterismo al autor del Medio Oeste. Pese a todo, a Franzen le gustan cosas. Los pájaros, las tiras de Snoopy, los Mekons (una banda británica de punk) y, por supuesto, sus propias novelas.

  3. Martin Amis, el miedo a la «información»

    javier prieto

    Lo confirmaba «The Guardian» hace unas semanas: Martin Amis es, a kilómetros (o millas) de Franzen, ese escritor que tanto nos gusta odiar. Y al revés, a Amis le gusta ser destestado. Le gusta mucho. Así las cosas, el novelista británico es todo un especialista en quejarse y criticar y derribar las diversas causas de su eterna molestia, a saber: la vejez, la prensa, el cliché –al que dedicó una colección de ensayos– o la religión; Amis citaba a Flaubert para concluir que «lo artístico brotaba de la frustación religiosa». Tampoco le gustan las vacaciones –«siempre he trabajado en los días de Navidad»– y en ocasiones ni siquiera está satisfecho consigo mismo. De hecho, hace apenas un año, el hijo de Kingsley Amis –que fue un «angry man» y además eminente– revelaba en una entrevista con la BBC la «carga» que supone su apellido, lo difícil que es ser y comportarse como Amis.

    Y precisamente por ejercer le han sacudido. En razón, entre otros asuntos, de sus ataques a la institución-escritor en «La información», a la presunta misoginia de «Campos de Londres» y «La viuda embarazada», o a su mordaz retrato de Gran Bretaña en «Lionel Asbo». Lo último por venir lleva el título de «La zona de interés», comedia en torno al Holocausto que servirá al de Swansea para sumar otra finta a una obra prodigiosa que, como su autor, ocupa alguna que otra página. Así que se aproxima el miedo a la muerte, a la que en su prosa Amis apoda cariñosamente «la información». Y dicen que al enterarse del nacimiento de su primer nieto, el británico, que teme a la edad como a los hispters de Brooklyn, comentó que aquello era similar a «recibir un telegrama de la morgue». Puro Amis.

  4. Easton Ellis, «Twitter Psycho»

    ignacio gil

    Easton Ellis abrió una cuenta en twitter y de pronto el mundo descubrió que el tipo tras «Lunar Park» tenía opiniones –que no novelas, o al menos nada desde «Suites Imperiales» en 2010– y de lo más jugosas. Supimos que a Ellis le i nquietaba el trasfondo gay de «50 Sombras de Gray», que la obra de Munro estaba de lo más sobrevalorada» o que el trágicamente desaparecido Foster Wallace era el escritor «más tedioso, sobrevalorado, torturado, pretencioso de mi generación». La penúltima batalla giraba en torno a por qué las mujeres no pueden dirigir películas, otro apunte de un tímido vocacional que, en fin, rehuye el ruido. «Nunca he buscado la controversia, no es algo que me interese»

    Icono del Brat Pack, una pandilla con algunas lecturas y todavía más estupefacientes, los tweets tal vez sean la homeopática prolongación de un Easton Ellis que, desde su seminal «Menos que cero», no ha dejado de contarse a sí mismo para desplegar un particular catálogo sobre millonarios tristes y y tristes millonarios. Por el momento, su peculiar y adulterado angst no fructifica en el procesador de textos y, pese a incursiones en el cine junto a Paul Schrader y alguna estrella del porno, sólo parece encontrar cauce en el timeline. En la distancia, la muy esperada y vagamente anunciada «Tranquil Reflections».

  5. Los silencios de Thomas Pynchon

    Cameo estelar de Thomas Pynchon en Los Simpson
    Cameo estelar de Thomas Pynchon en Los Simpson

    ¿Quién conoce a Thomas Pynchon? Presumiblemente su mujer, Melanie Jackson, y aunque Vila-Matas y Eduardo Lago le avistasen en el asiento trasero de un taxi en un cementerio del Bronx, no muchos más. Las apariciones de Pynchon son acontecimientos epifánicos del calendario literario porque Pynchon es el desconocido más conocido del planeta, objeto de un culto transversal que le ha valido un puesto convenientemente invisible en la cultura pop –ahi sigue a la venta una villa californiana en la que (presuntamente) pernoctó.

    Se sabe que el autor de «El arco iris de gravedad» nace en 1937 en Long Island, Nueva York, y que se matriculó en la universidad de Cornell –fue alumno de Nabokov aunque, repiten las solapas de sus novelas, éste último no lo recuerde– y después se alistó en la marina para terminar emergiendo en un despacho de redactores técnicos de la firma Boeing. También se sabe lo que rezaba el (muy pynchoniano) pie de foto de su anuario: «Amante de las pizzas; detesta los hipócritas; su posesión más preciada es una máquina de escribir; quiere ser físico; orgulloso miembro del Club de Matemáticas y del Círculo Español. Característica definitoria: su inmenso vocabulario». Luego no hay nada, más allá de una vigorosa leyenda; Pynchon es tan fascinante como el Area 51 o los helados de tofu. En 1997 la CNN le sorprendió en una acera de Manhattan y, al parecer, el autor logró renegociar su anonimato. En cierto sentido fue mejor así.

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