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ABC Cultural

CIEN AÑOS DE SOLEDAD

Gabriel García Márquez: La tarde en que descubrimos el hielo

El escritor Andrés Ibáñez hace una aproximación personal a «Cien años de soledad»

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ANDRÉS IBÁÑEZ

Muchos años después, frente a la pantalla de mi ordenador, vuelvo a recordar aquella tarde remota en que mi padre me habló por primera vez de «Cien años de soledad» . Era la edición de 1975 de Plaza y Janés (la primera, en editorial Sudamericana de Buenos Aires, había aparecido en 1967). Yo debía de tener entonces catorce o quince años. Me lancé como un poseso a leerla, y conmigo se lanzó, creo yo, toda una generación. Lo que descubrimos en aquel libro todavía hoy no lo hemos asimilado del todo.

Era, sobre todo, el descubrimiento de la libertad. En «Cien años de soledad» sucedían cosas imposibles . Reinaba la desmesura. Todo era hiperbólico, la maldad y la belleza, la lluvia y las flores, la pureza y la violencia.

Campanadas

Había un personaje que nacía con una cola de cerdo y había una gran familia donde los nombres se repetían como las campanadas de una iglesia distante y había personajes que morían pero luego regresaban de la muerte porque en aquella novela no se aplicaban las leyes del mundo oficial ni las del meridiano de Greenwhich. Yo pude gritar la noche que descubrí «Cien años de soledad», y todo el día siguiente, en el que devoré el libro sin poder parar de leer, atravesado por la felicidad. Gritar porque la libertad había llegado por fin a la literatura, y porque llegaba en la lengua española.

La literatura de la libertad era también la literatura como un enorme juego, como un placer inverosímil, como un banquete sin fin. Vargas Llosa situó a la perfección la poética de García Márquez en el que considero su mejor ensayo, aquella magistral «Historia de un deicidio», donde comparaba al novelista con un pequeño dios que disfruta creando un mundo en sus mínimos detalles. Era el novelista-dios, el novelista creador. Era el poder de la imaginación, la imaginación como libertad y como fiesta. No se suele asociar a Márquez con Borges: en realidad, son los escritores que mas se parecen. Los dos son demiurgos. Los dos juegan a ser dioses.

Exceso y maravilla

Pero no era sólo la libertad de la imaginación lo que anunciaba aquel libro. Nos mostraba además un lenguaje de una belleza tan deslumbrante como la lengua española moderna jamás había conocido. Un lenguaje dotado de una desmesura barroca que tenía, al mismo tiempo, una perfección clásica y una claridad como la que solemos asociar a los relatos orales del folclore, con sus episodios netamente cincelados, o a los cuentos de hadas, donde todo aparece en cantidades precisas: llovió durante doscientos días, había siete princesas y siete caballos blancos. Esta combinación de música del lenguaje, de exactitud, de precisión, de exceso, de deseo de maravilla y, por encima de todo, de claridad, eran nuevas en la lengua española. La lección de García Márquez todavía no ha llegado a calar del todo. «Cien años de soledad» ha tenido muchos imitadores, pero no ha creado escuela.

El horror

Pero lo más asombroso de «Cien años de soledad» era que el lenguaje de la imaginación, de la poesía y de la música, no le servían a su autor para esconder el horror de la Historia (con mayúscula) o para embellecer una realidad terrible, sino todo lo contrario. Ahí estaba la agonía de América, la violencia, la pobreza, el machismo, la explotación, los militares, las compañías bananeras, expresados en toda su realidad estremecedora.

García Márquez ha explicado muchas veces que escribir, para él, es meter al lector en un sueño, y mantenerle dormido y soñando mientras dura la lectura, y que esto se logra con el encantamiento de las palabras y el ritmo de la voz. Es precisamente en ese sueño donde encontramos la realidad.

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