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Lee en exclusiva un adelanto de 'El secreto de Marcial', la obra ganadora del premio Nadal 2025

Jorge Fernández Díaz, colaborador de ABC, se alzó con el galardón con esta novela autobiográfica que completa un ciclo familiar que empezó hace más de veinte años

Jorge Fernández Díaz gana el premio Nadal con una novela autobiográfica, 'El secreto de Marcial'

Jorge Fernández Díaz

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Cuando Marcial contó la extraña aparición de Lucrecia López en el lago Regatas, mi madre dejó caer con un escalofrío la palabra 'güercu'. Lucrecia era una paisana de Cudillero que había quedado viuda hacía añares de un robusto maestro mayor de obras y que tenía ... por costumbre jugar tute cabrero de igual a igual en la mesa de varones que fumaban y mataban el tiempo en un salón vidriado del Centro Asturiano de Buenos Aires. Mi madre era reacia a esos juegos de baraja y a esas endogamias de club, y mi padre no concebía la vida sin ese lúdico refugio de camaradas, donde los viejos inmigrantes hablaban minuciosamente de sus aldeas remotas y de las increíbles vueltas del destino. Aquella era la primera de una serie infinita de divergencias graves que envenenaban la vida conyugal de mis padres, y Lucrecia resultaba, por cierto, la contracara perfecta de Carmina: amaba con todo su corazón esa comunidad de ingentes ensueños, donde se llevaban a cabo modestas ceremonias asturianas para atemperar la nostalgia crónica. Marcial era expansivo en el club y lacónico en el hogar, y de vez en cuando nombraba dulcemente a Lucrecia a propósito de alguna noticia candente que surgía de esa curiosa y ya decaída colonia de desarraigados: un nacimiento, una peña, un negocio, una boda, una desgracia. Yo sabía lo que significaba la palabra 'güercu' porque a mi madre le encantaba asustarnos en la infancia con truculencias góticas y narraciones de vampiros y espectros, fueran estas producto del folklore astur o del cine norteamericano. «Cuando era niña, mi madre y mi tía temían que el 'güercu' viniera a picarnos la puerta», nos recordó aquella misma noche. Se trataba de un ente mitológico, presuntamente de origen celta; manifestación que presagiaba la muerte de alguien, un fenómeno paranormal que funcionaba más o menos así: un Pepín cualquiera, que trabajaba en un prado, era divisado desde un puente. Y pocos días después alguien le decía: 'Te he visto el viernes en el prado, Pepín'. A lo que el aludido respondía alzándose de hombros: «No pudiste verme en el prado, porque estuve toda la semana en Oviedo haciendo trámites». 'Pero ibas vestido así y así' — porfiaba su interlocutor—, y estabas tocado con tu sombrero gris'. «Que no, que no. Que no era yo, coño — se empacaba el susodicho—. Que estaba en Oviedo.» Mi abuela captaba esos signos porque poseía dones extrasensoriales; aseguraba entonces que no habían visto a Pepín sino a su 'güercu', y que eso podía significar solo una cosa: el vecino no tardaría mucho en partir hacia el otro barrio. Cuando efectivamente lo hacía, todo el mundo se santiguaba. Mis primos, que se habían criado en ese clima sobrenatural, vivían aterrados ante un eventual anuncio que en la lotería del azar podría tocarles también a ellos: 'Te he visto el domingo en misa'. «Pero no es posible, el domingo yo estaba en Madrid. ¡Es el 'güercu', Dios mío, y estoy condenado!». Marcial, que se levantaba temprano cada día y paseaba por los bosques de Palermo, vio o creyó ver desde una orilla del lago Regatas a Lucrecia López dándoles de comer a los patos y a los cisnes. Lucrecia había sido de joven una mujer atractiva y todavía era, en su ancianidad, una veterana de cabellera exuberante y canosa, una cara despejada con arrugas encantadoras y unos ojos azules que no habían perdido ningún brillo. Marcial se dio cuenta de que en ese preciso instante a ella ya se le acababan las migajas de la bolsa de papel y que se erguía para irse a casa, y que por lo tanto no sería posible alcanzarla, de manera que puso sus manos en bocina y gritó su nombre dos veces. Lucrecia levantó la vista y pareció sonreírle como si lo hubiera reconocido a la distancia, pero no hizo amago de responderle ni de esperar a que mi padre diese la vuelta completa. «Llevaba prisa — nos dijo Marcial esa misma noche—. Estaba vestida de calle, se volvió y caminó hacia la zona del estacionamiento. »Por la tarde, mientras daban cartas en la mesa de siempre, Marcial le había preguntado adónde iba con tanto apuro. Lucrecia se mostró perpleja: «Debiste haberme confundido con otra persona, esta mañana fui a Quilmes a visitar a mi sobrina».

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