7 de julio: por qué me da miedo el encierro
«¿Qué puñetas hago yo aquí?» Daría una mano por salir y otra por volver, la verdad, pero no existe un elemento objetivo que haga que jugarse la vida valga la pena. Eso, justamente, me digo, hace grande la fiesta. Corro el encierro por nada, que es la única manera de hacer algo por todo
Por qué los toros no son su cultura (y hay que defenderlos)
![Chapu Aapolaza, momentos antes del chupinazo](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/07/07/1483390634-U60534967431LR-RSaRNmizT195JsQ3CiI6fFI-1200x840@diario_abc.jpg)
Que si no me da miedo el encierro, me dicen a mí y a los demás corredores. Y no da otra cosa que miedo. La carrera de San Fermín, tan medida en distancias, ángulos y velocidades, está hecha en realidad del miedo de los corredores ... y de la victoria que supone el vencerlo. Hoy es 7 de julio, el día internacional del miedo, el día en que más miedo se pasa de todo el año. Uno termina de vencer el miedo el día 14 acostumbrándose a él, que es la única manera de vencerlo, pero en las otras cincuenta semanas, así callando, la jindama va tomando posiciones y se presenta esta mañana renacida como si fuera nueva, como si uno no la hubiera conocido nunca. Este de hoy del primer encierro es un miedo reconstruido con las piezas de los otros miedos, temores de otros años que han resucitado con su sangre, sus tipos desmadejados con los ojos en blanco, y de otros nuevos que se les suman, como este de hacerse mayor. Al fin, el de hoy es el padre de todos los miedos, el que le da sentido a la descomunal fiesta y el motor último de los sanfermines. Aquí vengo a pasarlo y a contarlo.
Será por la mañana, digo yo, cuando alguien se asome a este texto en la cotidianeidad del café con leche del bar –clinclán de tazas y de cucharillas–, acaso en la calma somnolienta del sofá de casa. Hace horas que ya he abandonado ese mundo de rutina. El día 6, uno se acuesta en brazos del cansancio y del valor inconsciente que brinda el medio pedo del que pasa todo el día por ahí. Después de los toros, el miedo se habrá cruzado por primera vez como una sombra que se esconde detrás de algo y que uno solo ve por el rabillo del ojo y no le echa cuenta. Uno la ignora, pero está a punto de caer en sus brazos. Por la noche llega el primer sobresalto del miedo, que retuerce pensamientos, sonidos y recuerdos que hace unas horas parecían tan felices hasta la fantasmagoria. Cómo odio la canción que cantaba con entusiasmo un minuto antes de que Elena tirara de mi manga para llevarme a descansar. Al llegar a la casa, he colocado los pantalones sobre la silla, la faja, el pañuelo, las zapatillas, los calzoncillos, los calcetines y la camisa cuyos botones cuesta abrochar por el temblor de las yemas de los dedos en la mañana siguiente.
El día 7 hay arcadas, bostezos, temblores, calambres y mareos. A veces uno no llega a vomitar nada porque no ha comido ni bebido nada. En esas deja a los niños que respiran profundamente en sus camas, y reza por ellos, y les hace la señal de la cruz en la frente, les dice que les quiere y, al irse, abandona de golpe el hogar, sus reglas de rutina, el calor de Elena dormida y el resto de referencias de lo razonable. Uno se va a lo salvaje así, tambaleándose, desvaneciéndose, casi. Cruza la ciudad que huele a orines y a vino derramado y llega a la bendición a los corredores frente a San Fermín en la Capilla de San Lorenzo a la amanecida y ya pueden hacer 25 grados, que uno siente un frío horroroso. Lo mismo sucede con la gente y, cuanta más gente le rodea, más solo se siente. Acaso tres o cuatro compañeros, hermanos de tantas fatigas, ofrecen una cierta compañía. El resto molesta. A esa hora, el resto es barbarie incomprensible.
Solo en compañía
Después uno llega a la Cuesta de Santo Domingo, solo en compañía de tantos, y cada cual pone en marcha personales y depuradísimos métodos para pasar el tiempo. Rezo, hojeo el periódico, cuento cosas: adoquines, gente, balcones, algún chiste, guarro a poder ser. Bajo la hornacina, mirando la Cuesta hacia abajo, la Cuenca de Pamplona se extiende apacible en una perspectiva tan horizontal de huertas, montes y campos en cuyo punto de fuga imagino a alguien sentado en una cocina mojando una galleta en un café con leche. O un perro que ladra junto a una verja. Imagino otros reinos de calma ajenos a mi miedo de ahora como por ejemplo el cielo con sus pájaros que rasean los tejados como si nada pasara.
![El autor, con el corredor Carlos Navarrete](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/07/07/navarret-U65463411757teu-760x427@diario_abc.jpg)
Voy, mentalmente, con esos pájaros, su beber de los charcos o de los canalones, acaso del río lejano. De pronto, un día, no hay pájaros y sobreviene la sospecha del mal fario. Te va a coger el toro porque no hay pájaros y entonces te preguntas como te preguntas cada día: «¿Qué puñetas hago yo aquí?» Daría una mano por salir y otra por volver, la verdad, pero no existe un elemento objetivo que haga que jugarse la vida valga la pena. Eso, justamente, me digo, hace grande la fiesta. Corro el encierro por nada, que es la única manera de hacer algo por todo. Qué importa, estoy allí entre las dos paredes de Santo Domingo y ya no puedo salir. Gritamos tres cánticos que son tres oraciones y ahí está –shhhh– el cohete.
Después, todo sucede muy rápido. El miedo se ha ido con el primer paso o incluso antes, cuando saltando miramos hacia los corrales y entre las cabezas se aparece la manada como apuntándonos como una flecha de carne. Entonces, se aparece el valor. El lance de la carrera es lo de menos y carece de mérito. Todos han corrido el encierro: el carnicero, la telefonista. Lo corrió tu padre, lo corrió el abuelo y lo correrá tu hijo mejor que tú. Formas parte anónimamente de una cadena de hombres que viene de la luz de los tiempos y se proyecta hacia lo eterno, que mira a la muerte para celebrar la vida, una gente que como tú conoce el miedo y por eso son tus hermanos en una dimensión de siglos.
«Al miedo hay que vencerlo ocho veces seguidas durante ocho mañanas de julio»
El interregno entre el miedo y la alegría es a veces imperceptible como un resbalón en la ducha y ahí se hacen posibles estados alterados de la percepción que cada uno describe como puede. El día primero en que mi padre enfermo y yo novato nos abrazamos al paso de los toros es difícilmente concebible por el que no lo haya vivido: las existencias de dos hombres en intersección, uno llegaba a la vida y el otro se estaba yendo. Si Limonov llegó al nirvana limpiando la pecera del despacho de un oficial de un campo de trabajo en Siberia, yo lo alcancé en la acera derecha de Santo Domingo años más tarde. De los lomos de los toros se levantaban pequeñas motas de polvo que flotaban lentas como astronautas. Carlos Navarrete avanzaba hacia mí a abrazarme y en ese instante adquirí conocimiento integral de todas las cosas que habían sucedido en el universo para que yo estuviera allí en ese momento. Dicen que cuando te mueres, la vida se te pasa por delante de los ojos, pero también sucede cuando vives.
La única prueba de que uno ha vivido San Fermín y el nirvana es que tiene la conciencia infalible que ha estado allí. Con ese impulso, el día brilla como nunca. La Procesión de San Fermín ya habrá empezado a esta hora con sus jotas, sus rezos, sus gaitas y sus gigantes. Todo es distinto: los abrazos de tus hijos, las albóndigas del almuerzo, la saliva del beso de tu mujer, el sonido de las charangas, los pasodobles, los abrazos, las borracheras, los bailes arrimando material, los pares de banderillas, las gafas de colores, los gorros de paja, los collares de perlas falsas, los toreros a portagayola, las meriendas de ajoarriero, la línea de sombra que avanza sobre ruedo inexorable como un viaje a la muerte que dice Rubén Amón, la fiesta que se hace posible al fin y que hunde sus raíces en la tierra escarchada del miedo de por la mañana.
La primera vez
Ya me lo dijo mi padre cuando me sacó de la cama de mis quince años recién cumplidos para estrenarme en la Cuesta de Santo Domingo: «Lo vas a pasar muy mal antes y muy bien después». También me dijo: «Hoy es el día en que menos miedo vas a tener porque aún no sabes lo que es». Pensé que se refería al encierro, pero con los años comprendí que se estaba refiriendo al miedo. Soy un hombre con miedo, consciente y orgulloso de su fragilidad, y mi sombra da medida de todas las demás luces. Dicen que esta costumbre resulta propia de los hombres de las cavernas que, por cierto, siempre me parecieron animales bastante avanzados y si no, fíjense a dónde han llegado. El poner la vida en riesgo para saborear la propia vida es un gesto sofisticado del que no son capaces las demás especies.
La fiesta, la vida en todo caso, discurre sobre la tensión entre la consciencia de que uno va a morir en los siguientes cinco minutos y la noción de ser inmortal. Ahí pasamos, de una a otra posición, ocho días con sus noches, yendo y viniendo por la vieja Pamplona. Al miedo hay que vencerlo ocho veces seguidas durante ocho mañanas de julio en la cuesta y dejarlo que se haga grande hasta el año que viene, si San Fermín quiere.
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