POR LAS DUDAS
Trece
Se autopublicaba sus novelas y las vendía por ferias de provincias, Amazon y librerías pequeñas. Había logrado un modesto renombre

El niño iba y venía por el pasillo del hotel, deslizándose por la moqueta como una cucaracha cuyas alas emitieran un arrullo ensimismado y cantarín. Hablaba para sí: esbozos de palabras, sonidos hacia dentro, aspirados. La puerta de la habitación estaba abierta, era la ... última del pasillo y, cada vez que llegaba hasta allí, miraba a su madre, que llevaba la misma ropa del día anterior. La blusa blanca brillaba por el reflejo del sol y de la mañana. La madre también monologaba consigo misma, un siseo paralelo al de su hijo, aunque las frases salían enteras de su boca y como dirigidas al niño por la inercia de la semana que llevaban juntos. Siempre parece que no cabe, pero mamá encuentra la manera, decía, casi susurraba, y Trece (ese era el apodo que le había puesto a su hijo) sólo escuchaba el bisbiseo cuando aterrizaba de un salto frente a la puerta para luego alejarse de nuevo. Al tercer salto se detuvo y le dijo:
—Tengo hambre.
—Ya sabes que mamá encuentra la manera —repitió la madre, en esta ocasión con la voz demasiado alta, crispada como sus manos, que repartían diez libros entre camisetas, dos pijamas, tres pantalones de su hijo, un neceser, unas chanclas y unas zapatillas. Era un problema no haber vendido aquellos libros, pues le había regalado ayer el viejo macuto en el que los traía a su sobrina, encargada de cuidar de Trece, sin pensar que podía volver a necesitarlo. En la habitación del hotel sólo estaba la bolsa para la lavandería, demasiado pequeña y fina.
Como mucho, podía meter en ella cinco libros, y aun así el plástico no resistiría. Pero, aunque no se rompiera, ella no quería meterlos ahí, era maniática y le gustaba llevar todo en un mismo sitio, y más concretamente en su propio espacio, que allí, en ese cuarto que no era de ellos, sino que pertenecía a la cadena Silken, se reducía a la maleta con la que había viajado desde Gijón.
—Yo no leo novelas de terror —había dicho la tarde anterior un escritor superventas que había publicado una novela de terror. La organizadora del festival, sentada en la primera fila, entendió simplemente «Yo no leo», y no le extrañó, pues su novela era una basura, según comentó en la cena que hubo después de las intervenciones, a la que no asistió el escritor del 'best seller'. El niño masticaba un palillo de pan frente a la directora del festival, y entrecerró los ojos cuando la escuchó decir aquello. Luego exclamó: «¡Yo sí leo!», como si hubiera sido preguntado. La madre enrojeció: minutos antes le había comentado a la directora del festival que ella tampoco leía ya, que desde que empezó a escribir la saga no tenía tiempo.
Casi siempre era la que más había publicado de entre los escritores que se iban encontrando
Ella se autopublicaba sus novelas y las vendía por ferias de provincias, Amazon y librerías pequeñas. Había logrado un modesto renombre y a veces la invitaban a algún festival pequeño, de los que no pagaban honorarios. ¿Dónde vamos a dormir hoy?, le decía su hijo cada vez que le acompañaba a algún viaje. Se quedaba con Trece en semanas alternas; tenía custodia compartida con su exmarido. Cuando viajaba los fines de semana o en las vacaciones escolares, no tenía dónde dejarlo, pues su hermana, que era la madrina del niño, trabajaba, y no le quedaba más familia. Acababa llevándoselo, y a su hijo le gustaba y se portaba bien. Los libreros le dejaban curiosear en las casetas y le obsequiaban con marcapáginas mientras ella engatusaba a los lectores para que se compraran sus novelas.
Trece estaba orgulloso de su madre. Casi siempre era la que más había publicado de entre los escritores que se iban encontrando. ¿Cuántos libros has escrito?, preguntaba siempre el niño al coincidir con otro autor en alguna librería o en una firma. Tres, cinco, ocho, contestaban la mayoría. Pues mi madre doce, decía él, seguro de que su madre era la mejor porque casi nadie sobrepasaba la marca de doce libros. Cuando alguien respondía con un número mayor, entonces agachaba la cabeza y miraba para otro lado, como si no le hubiese interesado la respuesta, aunque enrojecía igual que su madre ante el desdén de la directora del festival por los autores que ya no tenían tiempo de leer.
Todavía era demasiado pequeño y no había dado con un argumento que resultaba imbatible: su madre había escrito esos doce libros en tan solo cinco años. Por su parte, ella se martirizaba cada vez que recordaba las palabras de la directora del festival. Si esa señora pensaba así de un autor famoso, ¿qué opinión tendría de ella, que se autoeditaba sus libros?
Recordó que la semana siguiente era el cumpleaños de su hijo. Había nacido un 13 de septiembre, y por eso le llamaba Trece. Por otra parte, su próxima novela, que tenía ya casi acabada, sería la decimotercera. Quiso darle un significado bonito a aquella coincidencia, pero solo tuvo la impresión de haberse equivocado.
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