TODAS LAS MUERTES DE JAMES W.
2. De lo que le sucedió en Barcelona
Segunda entrega de la serie ideada por el columnista José F. Peláez
Primer artículo de la serie
Ya en casa, José María no pudo ni dormir. La adrenalina, supongo. Por muy feliz que hubiera sido el final del cuento de su no-suicidio, la realidad es que uno no se mete un revolver en la boca todos los días. Eso te da ... un extra de cortisol incompatible con el descanso, que tarda horas en desaparecer del cuerpo y que te mantiene en guardia contra ti mismo, origen y fin de toda alerta. Y sus glándulas suprarrenales aquella noche eran una industria química a pleno rendimiento. Algo tendrían que ver también las metanfetaminas que le dieron en el baño, ese 'speed' malo y sin sentido. Porque si la raya de irse a dormir no tiene sentido, ya me dirán ustedes la raya de irse a morir. Y la promesa, claro, ese compromiso crismal consigo mismo, ese auto bautismo de un artista recién nacido. Si el matrimonio es el único sacramento en el que el contrayente es a la vez ministro, tenía sentido que este nuevo sacramento—la unción de artista—, funcionara igual. Un matrimonio de él con su arte que le obligaba a comenzar desde cero y a mirar a la vida como el 'plan b' mientras llegaba la muerte como una diana que te hace señales.
Camino inverso
Pensó que lo que acababa de hacer arruinando su propio suicidio era una nueva categoría: acababa de destruir el concepto de 'performance' recorriendo el camino inverso para llegar a la 'desformance', una deconstrucción de los hechos, una enmienda a la totalidad, la decepción como una de las bellas artes. Y mientras le daba vueltas a ese tema y pensaba en cómo llevarlo a otros escenarios, leyó que aquel fin de semana era especial: se celebraba a la vez Sant Jordi, el día de los Comuneros de Castilla y el cumpleaños de Cervantes, por lo que pensó en hacer algo grande y, sin más dilación, se coló en un tren en Atocha con dirección a Sants. El revisor le pilló a la altura de Calatayud y le dijo que, sin billete, sería expulsado en la siguiente parada. Pero esa parada no era otra que Barcelona así que genial, otro éxito de José María que, ya en la Ciudad Condal, se transformó en su personaje, en su 'alter ego', en James W. Rochefort. Sabía que el burro era un símbolo de la cultura catalana, una especie de reverso del toro de Osborne.
Y también había leído en la segunda parte del 'Quijote' algo de su visita a Barcelona, por lo que alquiló un burro que le trajeron de Olvan, se hizo con un pendón viejo de Castilla y se fue a la calle del Call, en el Barrio Gótico a aquel sitio donde estuvo la imprenta que vendía la versión apócrifa del 'Quijote'.
Si la raya de irse a dormir no tiene sentido, ya me dirán ustedes la raya de irse a morir
Y allí gritó los más grandes piropos a Barcelona: «Archivo de la progresía, albergue de los modernos y los modernistas, hospital del multiculturalismo, patria de los rebeldes, venganza de los ninguneados y correspondencia grata de firmes referentes y en cosmopolitismo y vanguardia única». Él sabía que cuando Don Quijote hizo lo mismo, los barceloneses respondieron a los elogios con desprecio.
Jesucristo de la Mancha
Y se burlaron de él, tirándolo de Rocinante, convirtiéndolo en un hazmerreir y en un juego de los bobos para disfrute de los crueles. Y lo sacaron después a un balcón para mostrarlo y que se rieran de él, y lo pasearan por las calles sobre un burro, vestido con un balandrán en pleno junio y un pergamino en el que se leía «este es Don Quijote de la Mancha», lo que nos lleva inexorablemente a Jesús ante la muchedumbre y a ese Ecce Homo vestido con la túnica púrpura y con su INRI a cuestas. Y le hicieron bailar para reírse de él hasta que tuvo que sentarse en el suelo, molido y roto el cuerpo y más aún el alma. Y fue vencido por el Caballero de la Blanca Luna, Sansón Carrasco, el manchego bachiller por Salamanca.
Pero no sucedió nada de eso. La muchedumbre barcelonesa, al ver a nuestro James W. vestido de Quijote, sobre un asno catalán, con un pendón de Castilla y gritando parabienes y elogios a la nación catalana, patria del moderno, estalló en aplausos y en gritos. Las mujeres le tiraban las rosas que sus maridos les acababan de regalar, los hombres pedían firmas en los libros mientras subían a los niños a hombros para que pudieran captar la escena con los móviles y la calle Ferrán se convirtió en un pasillo que hacía de Barcelona el nuevo Jerusalén el Domingo de Ramos. Las rosas se agitaban a su paso: —«¡Gloria al autoungido!». Y ya en la Plaza Real, James W. pidió silencio como Casanova antes de gritar. Pero con la voz engolada de un barítono que miente dijo, como un susurro, aquella frase que lo cambió todo: «¡Viva Don Quijote derrotado!». Y Barcelona cayó a sus pies mientras él no llegó a entender nada de lo sucedido. (Continuará).
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