POR LAS DUDAS
Secreto
Desde que su marido se jubiló, apenas le quedaba tiempo para estar a solas consigo misma. Se lo encontraba por todas las habitaciones de la casa a cada rato
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Había empezado a fumar a escondidas de su marido. No era una mujer joven, ni siquiera madura, sino vieja, o casi: tenía ya sesenta y ocho años. Estaba lejos de convertirse en una fumadora habitual o compulsiva; incluso podía dudarse de que fuera realmente ... fumadora, pues solo consumía, cada tres o cuatro días, un cigarro solitario, veloz, en alguna calle poco concurrida, o tras las reuniones de las amigas de los martes, en la otra punta de la ciudad, cerca ya de la playa. Tampoco lo sabían sus amigas; esperaba a que todas se marcharan para encender su cigarro fugaz, dar unas caladas y llenarse luego la boca de pastillas Juanola y el pelo de perfume. ¿Por qué te echas tanta colonia últimamente?, le había preguntado su marido.
No fumaba por necesitar la nicotina, ni siquiera porque le gustase realmente, sino para tener algún secreto. Desde que su marido se jubiló, apenas le quedaba tiempo para estar a solas consigo misma. Se lo encontraba por todas las habitaciones de la casa a cada rato, pues él andaba entusiasmado con cambiar cosas de sitio, colocar nuevas estanterías o tirar lo inservible.
Ocupaba el salón, la cocina, el dormitorio y, para más inri, sus hermanos vivían en el mismo edificio. Eran ocho y se visitaban continuamente los unos a los otros. Cuando ella al fin lograba un rato de soledad –cosa que solo ocurría si su esposo salía a correr o a jugar al mus en el bar de abajo– venía algún cuñado, sus parejas o los sobrinos. No había manera de no estar siempre acompañada, de quedarse sin testigos, de no escuchar opiniones, siempre bienintencionadas, sobre lo que hacía o dejaba de hacer –deseaba que alguna vez tuvieran mala baba para poder contestar con un buen corte y desquitarse–. Ni siquiera era libre de no abrir la puerta, de fingir que no había nadie en casa, porque resultaba casi imposible salir o entrar del edificio sin que alguno se enterara. Todos estaban al tanto de las actividades de los demás, y se extrañaban cuando alguna rutina se rompía.
Así que había empezado con aquel vicio secreto y mínimo cuyo ritual no tenía que ver para ella con la socialización, sino con sentirse, ¡al fin!, plenamente a solas y saborear aquellos pocos minutos de hacer algo que quedaba para sí misma, pues la habrían desaprobado. Su marido y la mayoría de sus cuñados habían sido grandes fumadores y lo habían dejado ya, y ahora parecían de la liga antitabaco.
Vivía en una ciudad pequeña, con buen tiempo, mar y gente en la calle a cualquier hora, así que tenía que andarse con mil ojos, pues muchos la conocían, amén de que no había una sola vez que saliera sin que su marido y su familia le preguntara, sin afán de curiosear, solo por aquella costumbre de estar al tanto los unos de los otros, que adónde iba. Debía, por consiguiente, encontrar aquel hueco para su vicio casi inocuo –¿qué daño podían hacerle dos o tres cigarros semanales?– cuando salía de compras o se veía con alguna amiga.
Aprovechando que estaba lejos de su casa, saboreó un cigarro en la trasera de los grandes almacenes
Empezó a descoser bajos y botones para tener la excusa de ir a la modista, a comprar más ropa interior que la que necesitaba, a innovar en la cocina con platos elaborados con algún ingrediente disponible solo en colmados exóticos que quedaban en otros barrios. Incluso se apuntó a una extraña modalidad de yoga que consistía en respirar tapándose alternativamente los agujeros de la nariz solo porque el centro estaba al lado de un polígono de las afueras.
—Te huele el aliento a tabaco –le dijo su marido una noche. Ese día ella había fumado por la mañana, después ir a El Corte Inglés. Aprovechando que estaba lejos de su casa, saboreó un cigarro en la trasera de los grandes almacenes, donde aún resistían unos cines antaño concurridos y hoy a punto de cerrar. Luego había comido, había hecho unos pocos largos en la piscina de la comunidad y se había duchado. Cuando, al meterse en la cama, él le dio las buenas noches y a continuación le soltó aquello, le sonó inverosímil.
El perfume de un amante
Era imposible que le quedara algún rastro. Pensó que su marido se confundía, pero en las semanas siguientes ocurrió lo mismo. Él olía en ella sus cigarros furtivos, como si se tratara del perfume de un amante. Daba igual que hubieran pasado muchas horas o que ella sazonase luego la cena con abundante ajo. El olor del cigarrillo era como un fantasma que se presentara para acusarla, un delator.
Entonces le contó la verdad. Deseó que se enfadara, tener al fin una gran bronca, pero él le dijo que era libre de hacer lo que le viniese en gana, que no necesitaba ocultarse, y que mañana mismo él la acompañaría al estanco le regalaría un cartón. Luego le dio un beso y, al poco, comenzó a roncar.
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