A LA CONTRA
Ver lo que se ve
Hoy uno se ve viajero, pero los otros lo ven turista. Y ahí radica el verdadero viaje que se emprende: el de la transmigración. Ser turista es, en fin, como ser estúpido: te lo diagnostica otro
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![Ola de calor y turba de turistas en la Acrópolis, la tormenta perfecta](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/07/24/rebeca-RzA74kyBjIl1hWgIsflneeN-1200x840@diario_abc.jpg)
Creo que fue Chesterton (yo, siempre que no estoy segura a la hora de citar, atribuyo a Chesterton, por pinturero) el que habló de aquel viajero que fue tan lejos, tan lejos, tan lejos, que llegó a su propia casa. Hoy en día, muy ... probablemente, el pobre señor habría llegado a ella con una pegatina en la espalda con la leyenda 'turistas, Go Home!' y otra con 'Mallorca para los mallorquines'. Hoy uno se ve viajero, pero los otros lo ven turista. Y ahí radica el verdadero viaje que se emprende: el de la transmigración.
Puesto que la diferencia está en la mirada y esa mirada es ajena, uno abandona el yo hacia la otredad al mismo tiempo que su ciudad, para convertirse en turista, irremediablemente, al ser observado. Es más fácil autopercibirse mujer siendo hombre que viajero siéndolo. Ser turista es, en fin, como ser estúpido: te lo diagnostica otro. Pero la mirada objetiva, si no está empañada por el velo ideológico de la militancia (o el oportunismo), capaz es de distinguir entre viajero y turista. Decía Chesterton (esta vez sí lo decía él) que el viajero ve lo que ve y el turista ve lo que ha venido a ver. Nada dice de ser visto para ser una cosa o la otra, así que aquí la mirada también determina, pero es la propia.
El filósofo Manuel Ruiz Zamora apunta que, mientras el turista vulgariza el mundo y lo afea, el viajero lo enriquece con su mirada. El primero vuelve a casa siendo el mismo; el segundo, transformado. Así que, convendremos, es la mirada, la propia o la ajena (o ambas), la que estipula. Como el ser tía buena, que sostiene Alberto Olmos.
Imaginen que entre los turistas estupefactos a los que intimidan hoy estuviese el próximo Montaigne
Pero antes de que la democratización del viajar (vuelos 'low cost', turoperadores, airbnb) acabara con su cualidad de calibrador de estatus, nadie señalaba al forastero. O al menos no le incomodaba (tanto) su presencia: veía en él al viajero que él fue o sería. Bajo la actual pátina de responsabilidad medioambiental (y sostenibilidad, y eco-resiliencia, e inclusividad, y todo el pack completo del avance y el progreso) veo yo, llámenme loca, un puntito de clasismo: cierta rabieta mal llevada porque lo que incomoda en realidad es que viajen (también) los demás, nunca uno. Como ahora ya no nos diferencia del resto, no nos eleva, ese viajar al alcance ya de cualquiera, pues tendremos que poner en curso nuestro capital moral: turistas 'go home' y Lavapiés de los vecinos.
Segunda residencia
Ese marcar con pegatinas (como antaño se hizo por otros motivos con letras escarlatas) los alquileres vacacionales, exigir que se restrinja la venta de vivienda y solo puedan hacerlo residentes permanentes, rociar a turistas con agua. Pagaría por saber cuántos de los manifestantes (unos 20.000 en Palma hace unos días) renunciarán consecuentemente a visitar otras ciudades este verano y se quedarán en casa (ahora a eso se le llama 'staycation', y está de moda. Otro día hablamos de hacer 'cool' la pobreza mediante el uso de neologismos).
Y cuántos tienen una segunda residencia en alquiler de corta estancia, cuántos vendieron la casa heredada a un alemán o un sueco porque pagaba más que un local, cuántos viven (aunque sea tangencialmente) de ese turismo que desprecian. Y cuántos, ya puestos, cruzaron los dedos fuertecito y se encomendaron a Santa María de Jesús de Ágreda (bilocada como ellos) para que se volviese a restaurar cuanto antes el tráfico aéreo tras la pandemia.
Hemos entrado, parece, en la fase de obligado deseo de decrecimiento del acto mismo de viajar. Por lo que sea, ahora es un problema. Pero, como siempre, uno (el que protesta), nunca es (nunca se ve) parte de ese problema. Imaginen por un momento que los activistas constantes de la causa justa de moda se hubiesen cruzado con Galdós en Italia, con Roth en Albania, con Leigh Fermor en Grecia. Con Pigafetta, con Cervantes, con Ganivet. ¿Habrían sido capaces, enardecidos por la fiebre justiciera del que bien sabe lo que se debe hacer, de diferenciarlos de un turista? ¿Les habrían increpado, amedrentado y hostigado?
Imaginen que entre los turistas estupefactos a los que intimidan hoy estuviese el próximo Montaigne, el Tocqueville del futuro. ¿Quién decide que son turistas detestables y no viajeros a punto de obsequiar al mundo con su impagable obra? ¿Lo decide un activista hasta las cejas de la dopamina segregada tras recibir veinte 'likes' en redes? ¿Una turba enfurecida coreando «menos turismo, más vida»?
Si la diferencia tiene que ver con la carencia en el turista de la curiosidad y el afán por profundizar en lo que son los demás y, por lo tanto, en lo que somos nosotros mismos, quizá deberíamos mirarnos con más atención (la mirada otra vez) y menos a los demás. Mañana mismo, por ejemplo, mientras preparamos la maleta para… ¿viajar?
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