En perspectiva
Una vida sin sentido (s)
Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Además de haber perdido el silencio perdí hace poco el sentido del olfato
Otros textos de la autora
![El neurólogo Oliver Sacks](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/09/04/oliver.jpg)
«¿A qué se parece?» me pregunta la mujer, una anciana de gran reputación en su campo. ¿A la sirena de una ambulancia, al canto de un grillo, al zumbido de una abeja? Me concentro: nada más difícil que describir un sonido a partir de ... una asociación. «A las olas del mar» —digo—. «O al sonido del universo». No he terminado la frase y ya me siento ridícula: ¿cómo sé yo lo que es estar en medio del universo? La mujer se impacienta: «¿Es grave, es agudo?». Entonces me vuelvo prosaica: «es como el ruido de una nevera».
Estoy tratando de describir mi tinnitus, un fenómeno que consiste en percibir un sonido que no tiene fuente externa. Un mal que sufro hace unos diez años pero que ha triplicado su intensidad desde hace unos meses. Nadie se muere de tinnitus , a menos que lo cause un tumor en la cabeza, algo muy poco frecuente y que no es mi caso. El problema es que pierdes para siempre —sí, para siempre— el privilegio del silencio. «De uno a 10, ¿cuál es su nivel de resistencia al tinnitus?». Ensayo un 7. «Menos mal —dice la mujer, bajando la voz—, porque hay gente que se suicida».
Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Esta frase es el lugar común más raso, pero también más verdadero. Además de haber perdido el silencio perdí hace poco el sentido del olfato, y por tanto el del gusto. Hace unos tres meses me contagié de covid-19, que nunca antes había tenido. Y entonces comprendí qué tan importante pueden ser estos dos sentidos, que asumimos eternos y no demasiado importantes. La experiencia más dura es que tienes en tu cabeza el recuerdo aproximado de un olor —el del pan caliente, el del aceite de almendras, el de la tinta de las páginas de un libro— pero que, aunque acerques a ellos tu nariz una y otra vez, desesperadamente, ahora no logras experimentarlos. ¡Cómo no va a ser mucho más pobre una vida sin olores ni sabores! El sabor que más me dolió perder fue el de mi té de cada día, que quedó convertido en un agua insípida.
Lo único que sabía a algo era lo más dulce, así que iba camino de volverme obesa. «La gente que padece anosmia —escribe Oliver Sacks en 'Alucinaciones'— no puede oler el gas, el humo, ni la comida rancia; a veces les acucia cierta angustia social, pues no saben si ellos emiten algún olor desagradable».
¿Por qué fui a parar a este libro de Sacks? Para informarme de algo que, simultáneamente, empezó a sucederme: no me abandona —hasta hoy— un olor desagradable, que emana… de mi cerebro. Se trata de la percepción de olores fantasmas: alucinaciones olfativas ocasionadas por factores diversos. «La alucinación de olores repulsivos se denomina cacosmia», escribe Sacks. Juzguen ustedes por el nombre. Y añade —y es mi caso—: «Algunos olores alucinatorios pueden ser imposibles de describir porque son distintos de todo lo que hemos experimentado en el mundo real, y no suscitan ningún recuerdo ni asociación». Para consolarme de mis males pienso en mi padre, que a sus noventa y ocho está totalmente lúcido y totalmente sordo y ciego. Y en la ceguera de Borges, que en su 'Poema de los dones' habla de «Dios que, con magnífica ironía, me dio a la vez los libros y la noche».
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