EN PERSPECTIVA
El amor por las pequeñas cosas
Tanizaki, en 'El elogio de la sombra', afirma que «es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa alcanza el colmo del refinamiento»
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!['Perfect Days', de W. Wenders](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/02/22/wim-Ra5gVaGeIhuGR0tZYGuwLRI-1200x840@diario_abc.jpeg)
Me animé a ver 'Perfect days', la película de Wim Wenders, porque, entre otras cosas, tiene como escenario los baños de Tokio. De inmediato pensé en Tanizaki, que en su célebre 'El elogio de la sombra' afirma que «es en la construcción de los ... retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento», pues mientras los occidentales consideramos que un baño es un lugar sucio que ni siquiera debe mencionarse, la cultura oriental logró «transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino en la casa era el más sórdido».
En una entrevista para el diario 'El Tiempo' Wenders cuenta que recibió una invitación para ir a Tokio a mirar los baños públicos. «Y eso era inusual. Pero cuando seguí leyendo me di cuenta de que no se trataba solo de inodoros y lavamanos, sino de unos espacios diseñados por 15 arquitectos de fama mundial». Y aceptó.
Los baños en sí mismos no son, sin embargo, lo que despierta interés en la película, sino lo que estos le permitieron decir a Wenders, que toma todos los riesgos al contar una historia mínima, en una época en que el cine comercial se ha convertido en acción, efectos especiales y espectacularidad. 'Perfect days' muestra la rutinaria vida del solitario Hirayama, cuyo oficio es limpiar baños públicos. Y lo sorprendente, lo maravilloso, es cómo el personaje —cuyo pasado, con todas sus tormentas, se nos revela tenuamente al final de la película— ha asumido esta vida como una opción en la que priman la serenidad y el contento. Y no porque sea un simple, sino porque le ha permitido alcanzar una libertad que, deducimos, no tenía antes.
Los logros cinematográficos son muchos, pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino de la visión de mundo que transmite el director a través de su personaje, en un Japón moderno, realzado por una banda sonora en la que oímos tanto a Lou Reed como a Van Morrison o Nina Simone. Wenders muestra cómo para Hirayama la rutina no es necesariamente una condena al tedio, sino un elemento que da cohesión a sus días; y cómo asume su humilde trabajo sin amargura, porque tiene conciencia de que es un quehacer honesto y necesario.
Hay dignidad en la noción de orden y limpieza que maneja en su vida diaria. Lo que le da trascendencia a su vida, sin embargo, es su sensibilidad, su capacidad contemplativa, que se detiene con cotidiano placer en el amanecer, en los árboles que capta con su cámara, en la lluvia. Hirayama está en profunda conexión con lo que lo rodea. Disfruta, además, de la bebida que le acerca el mismo mesero en el bar de siempre, del agua de los baños públicos, de los libros que lee cada noche. Su credo parece resumirse en una frase que dirige a su sobrina: «Hoy es hoy y la próxima vez es la próxima vez».
No asistimos a una banal interpretación de lo que occidente cree que es el pensamiento zen, sino a un homenaje a una cultura que Wenders sabe interpretar sin caer en los consabidos tópicos. Lo que lo conmovió, según confiesa, es el gran sentido del bien común que hay en Japón, y el amor de ese país «por las pequeñas cosas». Su sentido ético y estético de la existencia.
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