ARTE
Picasso, miradas que matan
50 años sin Picasso
En la confrontación de unos ojos con otros comienza todo: lo que el artista aprehende del otro; lo que el otro le aporta, y lo que 'alimenta' el juego creativo
La relación del artista con las mujeres

Podríamos aventurar que un pintor como Picasso, tan capaz de atrapar el pálpito físico de las cosas como de destruir la supuesta verdad de su apariencia, habría estado de acuerdo con James Joyce cuando, en referencia a la fuerza de las palabras, como ... relata Georges Didi-Huberman en ‘Lo que vemos, lo que nos mira’, afirma que la visión opera siempre en un cara a cara con el ineludible volumen de los cuerpos humanos: esos objetos primeros de todo conocimiento y de toda visibilidad que son cosas para tocar, acariciar, obstáculos contra los cuales podríamos rompernos la cabeza, pero a la vez cosas de las que salir y a las que entrar, volúmenes dotados de vacíos, de bolsillos o de receptáculos orgánicos, bocas, sexos, tal vez el ojo mismo.
Muy pronto el artista parece comprender que en su búsqueda ansiosa, propia de un gran talento como el suyo, de un idioma visual tiene dos espejos donde poder ver reflejadas cualidades, esencias o características. Dos lugares valiosos para practicar el juego de los reflejos que permite medirnos con lo que existe «ahí afuera» no solo de los otros sino también de nosotros mismos.
Picasso vuelve una y otra vez a bosquejar su mirada con un trazo cada vez más firme
Uno son los retratos de los pintores por los que, en su primera juventud, profesa cierta admiración o, quizás, no poca fascinación: Goya, El Greco, Gauguin o Van Gogh. Así se medirá repetidamente pintando esos autorretratos ‘a la manera de’, en los que ya se atisba lo que será una constante y un rasgo firme de su poderosa personalidad siempre a la búsqueda de lo desconocido. Es la alteración pictórica de las formas de otros para ir construyendo la identidad cambiante de lo propio a partir del desordenamiento y la deformación formal de lo pictórico ajeno.
El otro espejo, la superficie material de cristal cubierta en su cara posterior de una capa de mercurio, como dice el refrán, le da la imagen de algo íntimo y difícil de nominar: «La cara es el espejo del alma». Así, durante ese tiempo de búsqueda inicial en el que intenta averiguar quién y cómo pudo haber sido elegido el fondo secreto de esa cara, la suya, Picasso vuelve una y otra vez a bosquejar su mirada con un trazo cada vez más firme, hasta que en 1901 parece que desembarca en una especie de destino deseado. En un poderoso autorretrato despojado de retóricas ajenas y liberado de academias de otros, añade una rotunda inscripción: «Yo, Picasso».
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