POR LAS DUDAS
Pensamiento mágico
Comencé a encontrarme conejitos blancos de peluche. Eran todos iguales, con orejas de trapo caídas, unos botoncitos de color miel que hacían de ojos y una expresión tierna
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Cuando éramos universitarias, tomamos la costumbre de recorrer los mejores barrios de Madrid las noches en las que había recogida de muebles. Fue así como adecentamos nuestros pisos compartidos en aquella época en la que no existía IKEA.
Yo le tenía mucha envidia ... a una amiga que siempre encontraba joyas entre el mobiliario tirado en las zonas nobles. Había logrado para su piso un precioso secreter lleno de cajoncitos, un biombo chino, un perchero de pie elegante y esbelto como un flamenco rosado, un armario con rosas talladas y espejo en una de las puertas. ¡Incluso se hizo con un diván rococó, que vendió a un anticuario por muy buen precio!
En cambio, yo rara vez me topaba con algo de valor. En las noches de recogida, solo me esperaban vulgares estanterías, sillas que parecían de oficina y aparadores insulsos de aglomerado. Lo más valioso que conseguí fue una mesita baja con superficie de mármol, que además me salió cara, porque pesaba tanto que tuve que pedir un taxi para llevarla a Carabanchel, donde entonces vivía.
Lo que sí hallaba era todo tipo de cosas absurdas: un arcón desvencijado lleno de pelucas, más de cien posavasos plastificados y decorados con fotos de Peñíscola, antiguas cintas de fax con sus agujeritos, que hacían pensar en el braille, y que yo atesoraba para adornar el salón en las muchas fiestas que celebrábamos.
A pesar de que nunca había para mí nada hermoso, o quizás precisamente por eso, a partir de cierto momento me empeciné en deambular durante la madrugada por todos aquellos distritos para igualar a mi amiga, como si fuese la falta de ahínco, y no el azar, la causante de que yo no diera más que con sofás de escay.
Intenté racionalizar lo que me ocurría, acabar con la magia en la que tanto empeño había puesto
Antes de seguir con esta historia, he de aclarar dos cosas. La primera es que siempre he sido supersticiosa, y en aquella época lo era aún más. La segunda es que estaba atravesando una mala racha. Me había dejado mi novio, no me gustaba mi carrera y me sentía sola, rara y perdida en Madrid. Todo ello hizo que, lentamente, empezase a relacionar los cachivaches que poblaban mi salón y mi dormitorio con mis circunstancias, como si las sillas de plástico fueran las responsables de mi naufragio. Por lo mismo, pensé que el maleficio se desharía si lograba para mi casa unos muebles espléndidos, como los de mi amiga, a la que por cierto todo le iba bien.
Le puse tanta fuerza a esta creencia mágica que al final la magia apareció, aunque de una manera totalmente inesperada. Comencé a encontrarme conejitos blancos de peluche. Eran todos iguales, con orejas de trapo caídas, unos botoncitos de color miel que hacían de ojos y una expresión tierna.
El primero me salió al paso en Pintor Rosales. Estaba encima de un taburete, y parecía nuevo. Aunque no me gustaban los peluches, me lo llevé. El segundo fue en la calle Serrano, el tercero en Arturo Soria, el cuarto en López de Hoyos, el quinto en Fuente del Berro. No estaban tirados en el suelo, sino que permanecían regiamente sentados sobre colchones rotos, en bancos o en las tapas de un contenedor. No sé por qué, al principio los consideré buenos augurios y los coloqué en mi escritorio. Me daban ganas de abrazarlos, de imaginar la cara de los niños a los que habían pertenecido, de acercármelos a la nariz porque olían muy bien, a vainilla.
Aterrada
El asunto dejó de tener gracia cuando empecé a topármelos no solo en las noches en la que había recogida de muebles en algún barrio, sino en cualquier parte de la ciudad y a cualquier hora del día. Cada vez con más frecuencia, si miraba el suelo, no veía colillas, ni palos de piruleta ni papeles, sino un conejito reluciente con sus ojillos de color miel esperándome a los pies de una farola.
Intenté racionalizar lo que me ocurría, acabar con la magia en la que tanto empeño había puesto. Casi logré de convencerme de que, si me tropezaba siempre con aquellos peluches, se debía simplemente a que estaba predispuesta a verlos. Sin embargo, una noche soñé que en cada conejito estaba encerrada el alma de un niño muerto, y que esas voces infantiles trataban de comunicarse conmigo a través de un extraño lenguaje. Me desperté aterrada y tiré los que tenía en la mesita de noche con la impresión de estar arrojando bebés a la basura. Luego pasé un mes procurando no salir, y más tarde me cambié de piso y de barrio. Resultó inútil. Incluso fui a un psiquiatra que me diagnóstico un trastorno obsesivo.
Cuando ya no lo soporté más, me marché a un islote en el que estaban buscando voluntarios para avistar aves. En aquel lugar al fin no hallé nada, salvo el pequeño campamento en el que comencé a pasar los días observando pájaros que, por momentos, parecían mirarme desde las alturas con unos ojitos color miel. Eso me hacía sentir una profunda nostalgia.
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